El golpe judicial
Conquistado el poder judicial, desmoralizada la izquierda, fagocitado el centro, confundida la ciudadanía progresista y extraviado el Gobierno socialista, las fuerzas reaccionarias han alcanzado sus últimos objetivos: la Transición ha terminado definitivamente con un golpe jurídico. No ha hecho falta más.
En realidad, hace años que empezó su agonía, porque en política no existe el vacío y cuando no se avanza, se retrocede. Desde hace mucho tiempo, y pese a coyunturales progresos, estamos retrocediendo desde las moderadas metas políticas conseguidas tras la muerte del dictador.
La decisión del Tribunal Supremo de procesar al juez Garzón, acusado de prevaricar por pretender investigar los crímenes del franquismo, es uno de esos pasos atrás difícilmente entendibles desde el punto de vista democrático, que viene a mostrar la incongruencia de que en un Estado de derecho (se supone que éste lo es), los crímenes de una dictadura pueden ser jurídicamente intocables.
Con independencia de que sea o no condenado en un proceso que ya veremos cómo discurre, pues el juez instructor del caso, Luciano Varela, ha desestimado todas las pruebas y testigos solicitados por Garzón en su defensa, la decisión del Tribunal Supremo, donde se supone que reside la suprema aspiración a administrar justicia con la suprema justeza, viene no sólo a recordar varias cosas, sino a sancionar los fundamentos de un determinado orden social que imperó en Europa, en los años treinta y cuarenta del siglo pasado.
En primer lugar, que aquella dictadura, aliada del Estado fascista italiano y del régimen genocida del III Reich, es jurídicamente intocable, razón por la cual el Estado democrático debe seguir coexistiendo tranquilamente con casi 150.000 desparecidos provocados por la represión franquista, y el Estado de derecho debe desestimar las reclamaciones de familiares de más de 143.000 víctimas censadas, cuyos cuerpos yacen por todo el territorio nacional, perdidos en caminos y cunetas, cuando debiera ser una prioritaria labor de los jueces proceder al levantamiento de tanto cadáver enterrado de manera clandestina y esclarecer las causas de esas muertes nada naturales.
En segundo lugar, que los motivos que tuvieron los militares y quienes les apoyaron para rebelarse contra el Gobierno de la II República eran legítimos y que legítimo fue el régimen político instaurado, sin que el transcurso del tiempo haya borrado esa consideración.
En tercer lugar, que aquella dictadura no se instauró sobre la victoria en una guerra civil, sino sobre una generosa entrega de vidas para salvar la civilización cristiana, que la Iglesia católica calificó de cruzada, sin que hasta el momento haya cambiado de parecer.
En cuarto lugar, que toda la legislación posterior sobre los derechos humanos, crímenes contra la humanidad, la tortura y el trato degradante, leyes de punto final, etc, surgida de organismos internacionales, no puede prevalecer sobre la interpretación que hace el Tribunal Supremo de la Ley de Amnistía de 1977. España se convierte en una isla jurídica respecto a la Unión Europea, en una especie de paraíso legal para los dictadores.
En definitiva, el auto del Supremo restaura el honor no sólo de la dictadura de Franco y de sus epígonos, Videla, Pinochet y tantos otros, sino de los regímenes de excepción. Todo un logro.
José M. Roca
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