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martes, 24 de agosto de 2010

La revolución conservadora, y 7

Después de 150 años de luchas obreras, en los países desarrollados en los que se instaura el llamado Estado del bienestar, la labor estatal se hace paradójica, pues a través de su función asistencial garantiza derechos de los trabajadores y atempera las demandas del capital (establece el salario mínimo, duración de la jornada laboral, condiciones de higiene y salubridad, vacaciones, subsidios, etc). Pero, cuando la ofensiva neoliberal consigue que el Estado social se haga mínimo, entonces el poder del capital privado se hace máximo, pues impera con pocos límites; las condiciones laborales tienden a aproximarse a las del Tercer Mundo o a retroceder hacia las vigentes en el siglo XIX. El capital recupera terreno, o mejor dicho, poder sobre la fuerza de trabajo, que parece incapaz de resistir. Lo cual está directamente relacionado con la crisis teórica y política de la izquierda y con la debilidad del movimiento sindical.

Recordemos de nuevo, por oportuna, la cita de Hobsbawm (1993, 14): La crisis global del capitalismo en las décadas de los setenta y los ochenta ha producido dos resultados igual de paradójicos. Ha llevado a una revitalización de la creencia en una empresa privada y en un mercado irrestrictos; a que la burguesía haya recuperado su confianza militante en sí misma hasta un nivel que no poseía desde finales del siglo XIX y, simultáneamente, a un sentimiento de fracaso y una aguda crisis de confianza entre los socialistas. Mientras los políticos de derecha, probablemente por vez primera, se vanaglorian del término “capitalismo”, que solían evitar o parafrasear debido a que esta palabra se asociaba con rapacidad y explotación, los políticos socialistas se sienten intimidados a la hora de emplear o reivindicar el término “socialismo”. Pero el capitalismo sigue siendo rapaz y explotador y el socialismo sigue siendo bueno.

Con esto hemos llegado al meollo del asunto: al criterio para repartir la riqueza producida socialmente, expresado en la pugna entre salarios y beneficios, y con ello a una de las principales distinciones, si no es la distinción principal, entre la izquierda y la derecha.
Escribe Bobbio (1995,152), que el elemento que mejor caracteriza las doctrinas y los movimientos que se han llamado de , y como tales además han sido reconocidos, es el igualitarismo, cuando esto sea entendido, lo repito, no como la utopía de una sociedad donde todos son iguales en todo, sino como tendencia, por una parte, a exaltar más lo que convierte a los hombres en iguales respecto a lo que los convierte en desiguales; por otra, en la práctica, a favorecer las políticas que tienden a convertir en más iguales a los desiguales.

La inclinación hacia la igualdad o hacia la desigualdad es el barómetro que indica la orientación política de los programas o de los gobiernos: la izquierda es igualitaria y la derecha es desigualitaria, y su defensa de la libertad reside, sobre todo, en la libertad para mantener o acentuar la desigualdad.

La aspiración igualitaria ha procedido históricamente de las clases subalternas, suscitada por la pobreza material y la carencia de derechos. Ha aparecido asociada a la demanda de equidad en la distribución de los bienes y de justicia en la elaboración y aplicación de las leyes, pues no parece casual que los más pobres siempre hayan sido los más injustamente tratados.

La derecha se ha distinguido por lo contrario. Heredera de los viejos privilegios del Antiguo Régimen, sostiene que las desigualdades (sociales, económicas, políticas) tienen su origen en la natural desigualdad de los seres humanos, y que, por lo tanto, no se pueden erradicar. Y tampoco es deseable intentarlo.

En la continua tensión entre las fuerzas del capital y las del trabajo en torno a la apropiación del excedente, el reaganismo trató de otorgar más legitimidad al viejo prejuicio de las clases conservadoras y de fundar las condiciones para aumentar el desigual reparto del poder y de la riqueza nacionales, aumentando la parte percibida por el capital -beneficios- en detrimento de la parte percibida por la masa asalariada -rentas del trabajo y prestaciones del Estado-.

El consenso neoliberal -O’Connors (1987, 269)- que surgió de los debates de la década de los años setenta sostuvo que la crisis era una crisis de incentivos individuales, ahorros y disciplina del trabajo, atribuibles a la excesiva intervención gubernamental en la economía.

El gobierno de Reagan aceptó este análisis, prácticamente sin matices. Su estrategia consistió en redistribuir el ingreso en perjuicio del trabajo y en beneficio del capital para impulsar la inversión, y también en detrimento de las ‘clases más bajas’ y a favor de las ‘clases medias’ para retener la lealtad de estas últimas e intensificar los incentivos en ambos grupos. Junto a esto, tuvo que tratar de restablecer la familia a modo de cojín para que absorbiera los efectos sociales de los duros tiempos económicos. Las políticas de Reagan trataron de despolitizar los problemas económicos y retrotraerlos al sector privado mediante el levantamiento de las limitaciones políticas y sociales a las decisiones de inversión, la renovada adopción de incentivos económicos del palo y la zanahoria, el incremento del capital y la movilidad del trabajo y la renovada personalización de la dependencia económica. José M.Roca

lunes, 23 de agosto de 2010

La revolución conservadora, 6

El mercado no fue sólo un término económico, sino un paradigma sociológico que reemplazó a los paradigmas históricos o naturales a la hora de explicar o, peor aún, de prescribir el comportamiento humano. La racionalidad en los medios, la persecución de objetivos, la obtención del máximo beneficio en los cambios y la rentabilidad del esfuerzo invertido se convirtieron en orientaciones de la una vida concebida en competencia con otros agentes movidos por los mismos criterios.

El mercado tiende entonces a confundirse con la sociedad, o mejor dicho, a reemplazarla, y el mercado de valores lo hace con el mercado en general. La Bolsa de valores mobiliarios, cuyo flujo, según Ramonet (1997, 89), posee cuatro atributos -inmediato, inmaterial, permanente y planetario- que recuerdan a Dios, será simplemente el mercado; el mercado por excelencia, donde la actividad de comprar barato y vender caro, ganando en el cambio y sin producir nada, refleja el capitalismo más dinámico.

A pesar de lo dicho, la glorificación del mercado como ámbito en el que los agentes económicos puedan jugar libremente, la reforma emprendida era otra cosa. La economía de mercado es una idea que se corresponde con la idea de un mercado atomizado, formado por pequeños productores que compiten en condiciones similares para atraer a pequeños consumidores; oferta y demanda son múltiples y similares, pero a finales del siglo XX lo que existe no es una economía de mercado sino un oligopolio de mercaderes, porque el mercado, ni libre ni competitivo más que en una pequeña parte, está impulsado en gran medida por los actos de unos cuantos mercaderes poderosos, que en no pocos casos imponen sus reglas desde fuera del mercado y de instancias políticas legítimas, someten con sus decisiones a las poblaciones de los países y a sus mismos gobernantes; gobiernan sobre gobiernos.

Naturalmente, el mercado laboral también quedó afectado por esta ideología que acentúa el poder del capital sobre la población asalariada.
En un sistema productivo basado en la explotación a gran escala del trabajo humano, no pueden faltar elementos que diariamente coaccionen la voluntad de millones de personas para obligarlas a aceptar las condiciones laborales que los propietarios de capital les imponen, si es que la persuasión no ha tenido el efecto buscado.

En el caso de las dictaduras, esta coacción, expresada en la carencia de derechos civiles, en la ausencia de sindicatos o en la existencia de un sindicato único controlado por el Estado, es muy evidente porque es política, pero cuando hablamos de regímenes liberal-democráticos, donde la influencia del Estado sobre la sociedad es menor, la evidencia no es tan clara, lo cual no indica que la coacción del capital sobre la fuerza de trabajo haya dejado de existir, sino que, simplemente, ha cambiado de forma y se ha transferido, en parte, desde el Estado al mercado; desde las instituciones gubernamentales, especialmente desde los ministerios de Trabajo, del Interior o del Ejército, hacia las empresas y asociaciones patronales: el Estado delega parte de su función coactiva en las empresas, que la aplican en forma de disciplina laboral, contratos, horarios, salarios y cadencia del trabajo. De esta manera, la vida de los empleados queda condicionada no por el Estado, o no sólo por éste, sino y en apariencia, por el mercado, pero en realidad por la clase patronal, que fija las jornadas, condiciones, sueldo y lugar donde se efectúa el trabajo y decide sobre la vida al decidir sobre las condiciones laborales; el resto importa poco,
José.M.Roca

domingo, 22 de agosto de 2010

La revolución conservadora, 5

Junto con la empresa, fue realzada la figura del empresario, el gran héroe creador de la riqueza nacional y protagonista de la reforma reaganiana, en particular los miembros de las grandes corporaciones, cuyas vidas y hazañas comerciales o financieras fueron puestas como modelo . La búsqueda no ya de la eficacia, sino de la excelencia se convirtió en la moderna búsqueda del Grial por las empresas. Tarea que, en una coyuntura cambiante y en un mercado muy dinámico y competitivo, requería equipos directivos muy cualificados y sobre todo una gerencia eficiente. El liderazgo, el estilo y los métodos para dirigir los negocios, fueron adornados con toda clase de atributos para justificar las altas remuneraciones, los extras y pagos en especie, garantizados por contratos blindados a los directivos, que debían obtener el máximo rendimiento de su equipo de colaboradores y estos, a su vez, de los obreros y empleados, a los cuales se les reservaban los contratos precarios y el despido libre y barato.

La empresa eficiente y el empresario audaz que perseguían la excelencia, necesitaban moverse en un mercado con las mínimas reglas externas posibles, capaz, por tanto, de regularse por sí mismo. Privatizar, liberalizar y desregular, fueron las palabras mágicas para expandir la utopía del mercado desregulado o autorregulado hasta ámbitos a donde antes no llegaba.

La desregulación -O’Connor (1987, 281)- se convirtió en el santo y seña de la despolitización de la economía y la sociedad. Era un problema central por dos razones: primero, porque gran parte de la regulación gubernamental de las décadas de los años sesenta y setenta había sido el resultado de luchas económicas y sociales populares; en segundo lugar, porque diversas agencias reguladores, oficinas del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano y del Departamento de Salud, Educación y Bienestar, entre otros, promovieron el desarrollo de movimientos económicos y sociales. La desregulación implicaba un desplazamiento del poder económico y social de los citados cuerpos reguladores del Gobierno federal al gran capital y a los centros de acumulación del Sur y el Oeste , y a la familia patriarcal y a la Iglesia, respectivamente. El objetivo era purgar la ideología democrática utilitario-social y el personal de la burocracia federal, y restaurar la variabilidad de la fuerza de trabajo y la invariabilidad de la autoridad tradicional.
José M. Roca

lunes, 16 de agosto de 2010

La revolución conservadora, 4

La cultura empresarial. J.M. Roca

Lo que podríamos llamar “cultura empresarial” fue la respuesta a las señales de alarma lanzadas por las exageradas percepciones de Powell, por la Comisión Trilateral y por otras asociaciones patronales. Decía el primero, en su Memorandum: Los negocios han sido el niño de azotes de muchos políticos durante muchos años. Incluso varios candidatos a la presidencia de EE.UU. se han colocado en el campo contrario a los negocios. Aún está vigente la doctrina marxista de que los países capitalistas están controlados por las grandes empresas. Esta doctrina, difundida por la propaganda izquierdista en todo el mundo, tiene un amplio público de seguidores entre los estadounidenses. Sin embargo, como sabe todo ejecutivo de negocios, hay elementos de la sociedad americana, como los empresarios o los millones de accionistas, que tienen poca influencia sobre la acción del gobierno. No es exagerado afirmar que, en términos de influencia política en relación con la legislación y la acción del gobierno, el ejecutivo de negocios de América es realmente ‘el hombre olvidado’.

Para Powell, responder a los ataques contra el mundo de los negocios no era únicamente un asunto económico, ya que afectaba a los valores esenciales de la nación: La supervivencia del sistema de libre empresa es fundamental para mantener la prosperidad de América y la libertad de nuestro pueblo.

La empresa privada fue convertida en el modelo administrativo para cualquier institución pública o privada. En el ejemplo más refinado de la civilización, según el Informe Crozier, o incluso en modelo del comportamiento humano: el hombre como la empresa más pequeña, que debía moverse con criterios de eficacia al perseguir sus objetivos compitiendo con otros hombres/empresa y con otras empresas/empresas. Se efectuaba una completa inversión de valores y objetivos: no había que adaptar la empresa a las dimensiones humanas, sino concebir a los humanos a imagen y semejanza de la empresa. Y el fin de las empresas no es otro que proporcionar beneficios a sus propietarios. El beneficio es la recompensa legítima a la actividad, al dinero invertido y al esfuerzo asumido por el empresario.

Siguiendo a Milton Friedman, que, en 1970, indicó que la responsabilidad social de las empresas estaba en generar beneficios a sus propietarios, el discurso neoliberal presentaba el aumento de los beneficios del capital como una remuneración legítima de los ricos, porque eran los más productivos y los más hábiles, y, por una perversa utilización del lenguaje, porque eran también los más patriotas.

Los valores ciertos o presuntos de la empresa privada como la racionalidad, la agilidad, la capacidad para innovar y la flexibilidad, la facilidad para competir, la responsabilidad ante los accionistas y el mercado, la persecución de objetivos, el control de calidad, la eficacia en la gestión, la transparencia (en la Bolsa) y la rendición de resultados ante censores de cuentas, auditores y el fisco, ofrecían un modelo que debía ser imitado por los entes públicos para funcionar con criterios similares. Mientras tanto, la gestión administrativa del Estado fue calificada de lenta, ineficaz y onerosa para el bolsillo de los contribuyentes. La consecuencia estaba clara: los servicios públicos podían aumentar en calidad y eficacia a condición de que fueran prestados de un modo mejor y más barato por empresas privadas.

sábado, 14 de agosto de 2010

La revolución conservadora, 3

Reaganomics’
Keynes dedica las líneas finales de su Teoría general a señalar la importancia de las ideas: Las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influjo intelectual, generalmente son esclavos de algún economista difunto. Los maniáticos de la autoridad, que oyen voces en el aire, destilan su frenesí inspirados en algún mal escritor académico de algunos años atrás. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados se exagera mucho comparado con la intrusión general de las ideas. No, por cierto, de forma inmediata, sino después de un intervalo (...) Pero tarde o temprano, son las ideas y no los intereses creados las que representan los peligros, tanto para mal como para bien.

Y no le falta razón, porque es difícil comprender el eco suscitado por la llamada revolución conservadora sin tener en cuenta las ideas que llevaron a Reagan a la Casa Blanca y el papel que jugaron en el programa del Partido Republicano, y convertirlas en hegemónicas, hasta el punto de ser consideradas por amigos e incluso por adversarios como las únicamente válidas para percibir a los seres humanos y al mundo tal como son y las únicas capaces de gobernarlos con algún sentido. Ya hemos señalado que las medidas económicas adoptadas por los gobiernos de Reagan (reaganomics) procedían de la reinterpretación de la teoría económica clásica efectuada por discípulos de Von Mises y de Frederick Hayek, como Milton Friedman, asesor de Reagan y de otros gobiernos, y otros profesores de la Universidad de Chicago, que proporcionaron una serie de argumentos basados, en apariencia, en criterios científicos, que, en el caso de Friedman, resultaban, según Krugman (2007, 133), resbaladizos y rayaban en la deshonestidad académica.

Efectivamente, el interés objetivamente neutral de la ciencia por conocer había quedado sepultado por el interés determinados economistas de poner sus conocimientos al servicio del capital y del poder político. Con lo cual la ciencia económica deja de ser ciencia para ser apología, como Marx ya lo advertía en uno de los prólogos de El Capital: La economía política, cuando es burguesa, es decir, cuando ve en el orden capitalista no una fase históricamente transitoria de desarrollo, sino una forma absoluta y definitiva de la producción social, sólo puede mantener su rango de ciencia mientras la lucha de clases permanece latente o se trasluce en manifestaciones aisladas (…) La burguesía había conquistado el poder político en Francia e Inglaterra. A partir de este momento, la lucha de clases comienza a revestir, práctica y teóricamente, formas cada vez más acusadas y más amenazadoras. Había sonado la campana funeral de la ciencia económica burguesa. Ya no se trataba de si tal o cual teorema era verdadero o no verdadero, sino de si resultaba beneficioso o perjudicial, cómodo o molesto, de si infringía o no las ordenanzas de policía. Los investigadores desinteresados fueron sustituidos por espadachines a sueldo y los estudios científicos e imparciales dejaron el puesto a la conciencia turbia y a las perversas intenciones de la apologética.

Reaparecía, pues, una ideología fuerte disfrazada con criterios objetivamente neutrales en el campo económico, ante los cuales la política, como lucha por el poder y como gobierno de las personas y orientación de la sociedad en función de un determinado proyecto, desaparecía y daba la impresión de que todo lo gobernaría la economía, o mejor dicho, el mercado, que se exalta como la expresión social más auténtica, puesto que reparte las cosas según la oferta y la demanda. Al tiempo, la sociedad, confundida cada vez más con el mercado, se muestra más autónoma respecto a las instancias políticas, a los gobiernos y los parlamentos. Parece que hay menos gobierno y, como se dirá luego, más gobernanza, que es el término puesto en circulación para designar nuevas formas de regulación legal y de gestión administrativa surgidas en el marco de la globalización neoliberal, que reducen las funciones de las instituciones democráticas.

Como sugería el Memorandum de Powell , el contenido de esta ideología fue difundido a través de una poderosa red de medios, en forma de cuidadas disertaciones académicas, de planes de estudio, de informes, seminarios y conferencias en facultades de economía y ciencias empresariales, institutos de estudios, escuelas de dirección y de negocios, jornadas, cursos especializados, masters y publicaciones de circulación restringida. Otra buena porción sería divulgada por las páginas de opinión y suplementos económicos y financieros de la gran prensa, los diarios considerados serios y las revistas del ramo; desde programas de emisoras de radio y televisión, por medio de debates, tertulias y entrevistas donde los santones del neoliberalismo exponían sus verdades al público interesado. Finalmente, folletos y prensa barata, películas, telefilmes y series televisivas dirigidas a las grandes audiencias, junto con anuncios publicitarios, completaron el esfuerzo para adoctrinar a la población en los sofismas de la revolución conservadora, aunque sus autores carecieran de tales propósitos.

Esta diversificada y machacona propaganda, que desgranó en cascada desde el discurso elaborado hasta tópicos groseros y las más socorridas muletillas, iría impregnando la sociedad hasta conseguir que apareciesen como lo más natural y espontáneo ideas que desacreditaban la planificación, la regulación, la intervención estatal, la administración pública y cualquier alusión a una distribución más equitativa de la riqueza, y ensalzaban el individualismo más agudo, el rápido éxito personal medido en cuotas de poder y niveles de renta, y la competencia entre empresas, instituciones e individuos.

El espejo viviente de lo que se podía conseguir con esta filosofía de la vida fue la emergencia de los nuevos ricos, la muestra ostentosa del poder adquisitivo y la impúdica exhibición de la riqueza recién adquirida por yuppis, brokers y altos ejecutivos.

jueves, 12 de agosto de 2010

La revolución conservadora, 2

Aunque surgida de la contradictoria -y publicitariamente afortunada- conjunción de dos términos que políticamente se repelen -revolución y conservación-, la difundida etiqueta revolución conservadora encierra, no obstante, una gran parte de verdad, pues señala con gran acierto la profundidad, la intensidad y la velocidad con que se aplicaron una serie de medidas políticas y económicas que dieron como resultado un cambio de época.

En primer lugar, porque la profundidad de las reformas emprendidas durante los gobiernos de Reagan contra la legislación precedente muestra una firmeza verdaderamente revolucionaria al tratar de transformar el país y el mundo, y de pretender hacerlo en poco tiempo. Y si desde un punto de vista de izquierda, o progresista, el conjunto de estas reformas no puede calificarse de revolución, sino de clarísima regresión, desde la derecha no lo es, pues la involución se habría producido en los años sesenta y aún antes, al darse un alejamiento del genuino espíritu surgido de la revolución americana, que los conservadores trataron de recuperar, después de reinterpretarlo desde una perspectiva política teñida por
rancios preceptos morales.

En segundo lugar, porque expresa, en Estados Unidos, la desorientación del Partido Demócrata, que fue arrastrado hacia la derecha, e indirectamente la consunción de los movimientos sociales del decenio anterior, y en otras partes del mundo, y particularmente en los países desarrollados, el agotamiento político de los partidos socialistas y comunistas y la crisis teórica de la izquierda en general.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Revolución conservadora. Que es?

¿REVOLUCIÓN CONSERVADORA? Y ESO, ¿QUÉ ES? (Los ochenta). José M. Roca

La aplicación de medidas ultraliberales en el campo económico, conservadoras en el campo moral, regresivas en el interior e imperiales en el exterior, llamada por sus partidarios revolución conservadora, fue, en los años ochenta del siglo XX, una enérgica reacción ideológica de la derecha norteamericana ante las consecuencias de la oleada progresista de los años sesenta, y al mismo tiempo, un programa para salir de la crisis económica aparecida en la década siguiente descargando los efectos más negativos sobre las clases populares estadounidenses.

En el campo de la actividad económica, la revolución conservadora fue mucho más que un conjunto de medidas para salir de la recesión; realmente supuso una reordenación general del sistema productivo y financiero aprovechando las decisiones coyunturales y la justificación ideológica que proporcionaba la superación de la crisis.

Estuvo fomentada por intelectuales de varias tendencias, entre ellos algunos desengañados izquierdistas, y por instituciones privadas, impulsada por el ala
más extremista del Partido Republicano y apoyada por diversos estratos de la población afectados por lo acaecido en los años sesenta y por los efectos de la crisis, cuyas inquietudes Reagan supo utilizar para alcanzar la presidencia de Estados Unidos y permanecer en ella durante ocho años (1981-1989), aunque los efectos de sus mandatos fueron más prolongados.

Esta restauración conservadora, lejos de deberse a un movimiento unificado, como veremos, fue el resultado de la conjunción de varias corrientes, opuestas entre sí algunas de ellas, pero unidas en lo fundamental, que era su rechazo a cualquier atisbo de progresismo y modernidad, y el deseo de volver a restaurar el orden público y moral de la postguerra y el sistema económico anterior al New Deal.

Desde el punto de vista intelectual, no fue únicamente una reafirmación de valores morales tradicionales sino una completa reformulación del programa del Partido Republicano utilizando términos nuevos, o imprimiendo un nuevo significado a los viejos, y arrebatando a los demócratas símbolos y valores para otorgarles un sentido único y excluyente al definir la identidad colectiva. Somos América¸ proclamaban los grupos conservadores; luego los demás no lo eran. Los Estados Unidos quedarían, así, como patrimonio exclusivo de los grupos sociales ideológicamente más retrógrados.

Para los conservadores, los movimientos sociales de los años sesenta habían adulterado las tradicionales señas de identidad de la sociedad estadounidense: los derechos civiles para la población de color alteraron la relación entre las razas; los derechos de las mujeres y homosexuales habían trastocado el orden familiar y los papeles sexuales tradicionales; la rebelión juvenil fue un desafío a diversas formas de autoridad (familiar, política, académica y militar); los derechos de los trabajadores atentaban contra el mercado libre. Los hippies habían reaccionado contra el trabajo y el esfuerzo constante, otros pilares de la vieja moral del pionero, y el hedonismo expresado en la música moderna, el consumo de drogas y la libertad sexual amenazaban la moral tradicional. Finalmente, los pacifistas habían debilitado la expansión militar como expresión de la misión de EE.UU. sobre el mundo (el destino manifiesto) y favorecido el retroceso ante el comunismo, que representaba la negación del espíritu y del modo de vida típicamente americanos. Según los conservadores, los EE.UU. habían dejando de ser lo que eran; había, pues, que detener la retirada y hacer un esfuerzo para que volvieran a ser como debían ser.

Desde el punto de vista político, la revolución conservadora arrastró al Partido Demócrata, que dejó de contar con el voto de los trabajadores y los sindicatos, supuso una derechización del país, y por extensión, de la mayor parte de las élites políticas del mundo desarrollado, y facilitó la penetración de las ideas más reaccionarias del Partido Republicano entre los trabajadores y las clases populares, que, por medio de una sistemática propaganda, fueron sometidos a un prolongado proceso de enajenación política que les condujo a apoyar el programa económico de sus enemigos de clase. La gran habilidad de los ideólogos conservadores estuvo en presentar la defensa de los intereses de los grupos sociales mejor situados como los intereses generales de todo el país y en tocar a rebato para restaurar los valores morales que consideraban genuinamente norteamericanos, presuntamente amenazados por la desidia del Partido Demócrata y los ataques de los progresistas. Fue una primera oleada de populismo conservador sobre la cual se asentarían años más tarde, los llamados teoconservadores (teocons), muy influidos por el dogmatismo religioso, que alcanzarían su máximo ascendiente durante los mandatos de George W. Bush.


martes, 10 de agosto de 2010

Nueva serie, un capítulo resumido

Mi amigo Pepe, publicó hace poco este libro, del que voy a destacar una parte de un capítulo. El tema me parece interesante y adecuado al momento, por lo que iré volcando poco a poco en varios días.

La revolución conservadora ha ofrecido a la sociedad un tipo de persona que es un esperpento humano, pero que mucha gente ha tomado como el modelo más adecuado para orientar su vida.

Paradójicamente, la compulsiva persecución del interés material particular sobre otras consideraciones ha debilitado valores morales que son necesarios para mantener algún remedo de cohesión social, y, como se ha visto obligado a reconocer el propio ex presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, para explicar las causas de la crisis financiera, la codicia se ha enseñoreado de la actividad económica y ha llevado al sistema a la bancarrota.
El publicitado mercado libre y presuntamente autorregulado ha sido el ámbito idóneo, en el que se ha podido desenvolver con pocas limitaciones legales y morales el individuo insolidario y donde mercaderes movidos por su codicia han hallado la oportunidad de saciar sus ansias de fama y dinero y la legitimidad para satisfacer su egoísmo.

La revolución conservadora ha logrado imprimir en la sociedad las siguientes lógicas, que aseguran su permanencia: ha exaltado al individuo sobre o incluso contra la comunidad; los intereses particulares sobre o contra los intereses colectivos; lo privado sobre, o mejor contra lo público; la economía sobre la política; el mercado sobre el Estado, y dictadura de los consejos de dirección de las grandes empresas sobre la representación democrática de los ciudadanos. En consecuencia, la revolución conservadora tendrá su fin cuando estas tendencias pierdan fuerza y empiecen a actuar otras en sentido contrario.