Recordemos de nuevo, por oportuna, la cita de Hobsbawm (1993, 14): La crisis global del capitalismo en las décadas de los setenta y los ochenta ha producido dos resultados igual de paradójicos. Ha llevado a una revitalización de la creencia en una empresa privada y en un mercado irrestrictos; a que la burguesía haya recuperado su confianza militante en sí misma hasta un nivel que no poseía desde finales del siglo XIX y, simultáneamente, a un sentimiento de fracaso y una aguda crisis de confianza entre los socialistas. Mientras los políticos de derecha, probablemente por vez primera, se vanaglorian del término “capitalismo”, que solían evitar o parafrasear debido a que esta palabra se asociaba con rapacidad y explotación, los políticos socialistas se sienten intimidados a la hora de emplear o reivindicar el término “socialismo”. Pero el capitalismo sigue siendo rapaz y explotador y el socialismo sigue siendo bueno.
Con esto hemos llegado al meollo del asunto: al criterio para repartir la riqueza producida socialmente, expresado en la pugna entre salarios y beneficios, y con ello a una de las principales distinciones, si no es la distinción principal, entre la izquierda y la derecha.
Escribe Bobbio (1995,152), que el elemento que mejor caracteriza las doctrinas y los movimientos que se han llamado de
La inclinación hacia la igualdad o hacia la desigualdad es el barómetro que indica la orientación política de los programas o de los gobiernos: la izquierda es igualitaria y la derecha es desigualitaria, y su defensa de la libertad reside, sobre todo, en la libertad para mantener o acentuar la desigualdad.
La aspiración igualitaria ha procedido históricamente de las clases subalternas, suscitada por la pobreza material y la carencia de derechos. Ha aparecido asociada a la demanda de equidad en la distribución de los bienes y de justicia en la elaboración y aplicación de las leyes, pues no parece casual que los más pobres siempre hayan sido los más injustamente tratados.
La derecha se ha distinguido por lo contrario. Heredera de los viejos privilegios del Antiguo Régimen, sostiene que las desigualdades (sociales, económicas, políticas) tienen su origen en la natural desigualdad de los seres humanos, y que, por lo tanto, no se pueden erradicar. Y tampoco es deseable intentarlo.
En la continua tensión entre las fuerzas del capital y las del trabajo en torno a la apropiación del excedente, el reaganismo trató de otorgar más legitimidad al viejo prejuicio de las clases conservadoras y de fundar las condiciones para aumentar el desigual reparto del poder y de la riqueza nacionales, aumentando la parte percibida por el capital -beneficios- en detrimento de la parte percibida por la masa asalariada -rentas del trabajo y prestaciones del Estado-.
El consenso neoliberal -O’Connors (1987, 269)- que surgió de los debates de la década de los años setenta sostuvo que la crisis era una crisis de incentivos individuales, ahorros y disciplina del trabajo, atribuibles a la excesiva intervención gubernamental en la economía.
El gobierno de Reagan aceptó este análisis, prácticamente sin matices. Su estrategia consistió en redistribuir el ingreso en perjuicio del trabajo y en beneficio del capital para impulsar la inversión, y también en detrimento de las ‘clases más bajas’ y a favor de las ‘clases medias’ para retener la lealtad de estas últimas e intensificar los incentivos en ambos grupos. Junto a esto, tuvo que tratar de restablecer la familia a modo de cojín para que absorbiera los efectos sociales de los duros tiempos económicos. Las políticas de Reagan trataron de despolitizar los problemas económicos y retrotraerlos al sector privado mediante el levantamiento de las limitaciones políticas y sociales a las decisiones de inversión, la renovada adopción de incentivos económicos del palo y la zanahoria, el incremento del capital y la movilidad del trabajo y la renovada personalización de la dependencia económica. José M.Roca
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