Aunque surgida de la contradictoria -y publicitariamente afortunada- conjunción de dos términos que políticamente se repelen -revolución y conservación-, la difundida etiqueta revolución conservadora encierra, no obstante, una gran parte de verdad, pues señala con gran acierto la profundidad, la intensidad y la velocidad con que se aplicaron una serie de medidas políticas y económicas que dieron como resultado un cambio de época.
En primer lugar, porque la profundidad de las reformas emprendidas durante los gobiernos de Reagan contra la legislación precedente muestra una firmeza verdaderamente revolucionaria al tratar de transformar el país y el mundo, y de pretender hacerlo en poco tiempo. Y si desde un punto de vista de izquierda, o progresista, el conjunto de estas reformas no puede calificarse de revolución, sino de clarísima regresión, desde la derecha no lo es, pues la involución se habría producido en los años sesenta y aún antes, al darse un alejamiento del genuino espíritu surgido de la revolución americana, que los conservadores trataron de recuperar, después de reinterpretarlo desde una perspectiva política teñida por rancios preceptos morales.
En segundo lugar, porque expresa, en Estados Unidos, la desorientación del Partido Demócrata, que fue arrastrado hacia la derecha, e indirectamente la consunción de los movimientos sociales del decenio anterior, y en otras partes del mundo, y particularmente en los países desarrollados, el agotamiento político de los partidos socialistas y comunistas y la crisis teórica de la izquierda en general.
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