lunes, 24 de enero de 2011

ERE a la izquierda, 4. Discurso autoreferido

Manías de este país. J.M. Roca

He leído los textos que me envías sobre la izquierda y quiero añadir un par de factores que creo importantes para entender el tema. Se trata de componentes de nuestra cultura política, y digo cultura porque son rasgos adquiridos (ya veremos cómo), pues creer que son rasgos propios del recio carácter español nos acercaría a aquellas peregrinas teorías genetistas de los médicos franquistas, que hablaban de un gen rojo que transmitía la ideología marxista. Una tara hereditaria que había que extirpar encarcelando o fusilando a los progenitores que fueran portadores del mal (detectado por curas, militares y falangistas) y entregando a sus hijos al cuidado de familias de la derecha vencedora, para que frenasen esa temprana predisposición genética con la ayuda de una estricta educación en los principios del Movimiento Nacional y en los del dogma católico.

Me refiero, por tanto, a rasgos adquiridos, enraizados en la historia y bien asimilados, que atraviesan toda la sociedad española, pues están presentes en la derecha y en la izquierda, en los centralistas y en los periféricos, en los nacionalistas españoles y en los otros, y que se acentúan en los extremos del espectro político, tanto en las derechas como en las izquierdas, sean centrales o autonómicas, pero que, por ahora, no se debilitan; son rasgos imperecederos que nos acompañan como una maldición por los siglos de los siglos.

Me refiero a las ganas de bronca puestas al servicio de la defensa numantina de nuestras ideas. Son rasgos que dificultan cualquier intento de acuerdo que suponga algún tipo de renuncia a la totalidad de las propias ideas, tenidas como las únicas correctas, verdaderas y adecuadas a los propósitos que tengamos entre manos. Lo cual conduce a la dificultad de negociar para que sean aceptadas, porque se juzga que negociar es un ejercicio menos noble que luchar y vencer; negocia el que no tiene más remedio, porque lo meritorio es imponer la totalidad de las ideas o decisiones; no es tan importante convencer como vencer; porque el vencedor impone las condiciones y el vencido se ve obligado a someterse, esté o no convencido. Lo importante es el triunfo completo de nuestras posiciones. Lo cual tiene relación con la noción del poder, etc. etc. pero ese es otro tema.

En este planteamiento hay una concepción especular del adversario, al que percibimos como una imagen parecida a la nuestra pero en negativo. Por su naturaleza, al adversario no se le puede convencer, así que no queda más remedio que derrotarlo y someterlo, porque en el fondo pensamos que es muy semejante a nosotros, que jamás podríamos aceptar alguna de sus ideas ni darle la razón en algún momento, porque está equivocado siempre y en todo. Por principio, nuestra verdad excluye la suya.

De cualquier idea hacemos un principio fundamental de nuestras creencias, que son por definición inamovibles, inmutables, y no admiten, por tanto, ni renuncia ni reforma, ni recorte, porque la simple merma las desnaturalizaría. La nuestra es la verdad, la verdad toda, entera, la única verdad; verdad no compartida más que con quienes la reconocen así. Es la verdad en estado puro, y con una verdad así, única, total e indivisible, no se negocia su reconocimiento parcial; se acepta toda o se rechaza toda, pero no caben tibiezas ni medianías (porque sois tibios os vomitaré de mi boca, dice en algún momento un Cristo airado).

Nuestro pasado nos predispone a la bronca y nos aleja de la negociación. Vencer es un rasgo típico del guerrero; negociar y llegar a un acuerdo es el rasgo típico del comerciante, pero nuestra historia, que contempla a ambos, ha dado más importancia al primero -al monje/soldado- que al segundo -al mercader- en la configuración del repertorio simbólico.

Nos pesa la cultura guerrera, porque tenemos un pasado lleno de guerras (mil años de guerras continuas, en su mayor parte internas; y los últimos cien, de guerras civiles), que nos alcanza casi hasta hoy, cuando se está elucubrando sobre el final de ETA que, es realmente, el final de la última asonada carlista. Y la Iglesia, que es la gran madre del dogmatismo y de la intransigencia y la gran perseguidora de los disidentes, ha estado presente en todas las guerras y, por supuesto, en todas las restauraciones del orden y la paz; si eran conservadoras para apoyarlas, y si no lo eran, que han sido las menos, para conspirar y tratar de acabar con ellas. Y hasta ahora lo ha conseguido.

Ese es nuestro pasado, incluso el más reciente, por eso es muy difícil escapar de él.

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