''Cataluña está viviendo uno de los momentos más
alucinantes de su historia. No hay experto que pueda calibrar el deterioro que
se ha ido produciendo en las cosas más sencillas de la vida como son la
conversación y la escritura, esa magnífica invención que nos permite no sólo
comunicar nuestros sentimientos, sino compartir ideas o contrastarlas sin
necesidad de obligar al otro a pagar peajes.
Lo digo sinceramente y sin ninguna acritud. Yo no
escribo en catalán sino en castellano, exactamente como se hizo este periódico
durante periodos democráticos como la República o la reciente democracia.
Confieso que nunca he escrito “Catalunya”, porque para mí es una expresión tan
ajena como escribir “Astúries”, cuando siempre escribí siguiendo la norma
literaria correcta de Cataluña y Asturias. ¿Ustedes creen que merece la pena? O
se trata de una convención social instaurada por quienes hablaron catalán en su
casa, ni siquiera en la intimidad, como dijo con arrogancia José María Aznar.
La sociedad catalana vive una crisis total de
objetivos, no de identidades, como asegura la facción talibán que ha crecido
como los hongos, siempre que los hongos fueran plantados por dirigentes bien
remunerados. Si algo ha caracterizado a esta sociedad, antaño, fue su
radicalidad. Una gran masa pequeñoburguesa entre islas anarquistas o
aventureras. Todavía no se había instalado la cobardía ética como virtud
social. Cuando hace unos meses encontré casualmente por la calle a Raimon, el
bardo esencial de este país, y nos tomamos unos cafés después de años de no
vernos, me reprochó levemente, al estilo levantino, que algunos artículos míos
eran muy duros con los hábitos de este país. ¿Qué pensará ahora cuando una
simple frase –“yo no soy independentista”– le generó los insultos más viles, a
una persona que entregó su vida y su obra a hacer gozar a la que creía que era
su gente? No hay países buenos ni malos, sólo existe gente decente y gente
indecente.
Hay que reconstruir la sociedad civil catalana y esa
es una tarea tras el virreinato pujoliano, el derrumbe de la dignidad social
que fue Millet y el caso Palau; el mejor abogado del mundo mundial, Piqué Vidal,
maestro de generaciones de abogados de tronío, convertido en extorsionador, y
el mejor juez, Pascual Estevill, implacable mantenedor de la justicia y
devenido en un miserable comisionista. Es verdad que eso pasa y pasó en muchas
partes, pero ellos no eran la sal de la tierra. Un país que un día podía ser
Suecia y otro Holanda, como decía el gran falsificador, que no sólo había
quebrado un banco en beneficio propio sino que consiguió que se le considerara
la vara de medir honestidades (hecha excepción de su señora, demasiado
inclinada a la floricultura de alto rango y a unos hijos que preferían la
delincuencia de élite).
Desde que quebraron las leyendas, y las economías del
país, y las subvenciones dignas de emperadores romanos, entramos en una crisis
de la que muchos, no la mayoría, pero sí los suficientes, han decidido crear un
conflicto civil. Hay que romper la sociedad catalana, porque no les sirve a sus
intereses ni a sus proyectos. En el fondo intereses de capilla, de perder la
asesoría, la tertulia, la cátedra ganada a pulso de trampa y cartón –a la
manera española, diríamos, si no les pareciera una comparación ofensiva–.
Primero disolvieron la izquierda, la mítica izquierda
de Cataluña, el faro de la primera transición, y lo hicieron a un precio de saldo.
Como se trata de un país pequeño, seleccionadas las patums de hojalata, las
fueron colocando en una compra nada sutil pero tampoco escandalosa. Desde
Eugenio d’Ors, si no antes, este país descubrió lo barato que es un
intelectual; se alimentan de vanidad y pocos recursos. Nunca tenerlo parado; no
se le ocurra pensar y romper la baraja y pasarse al enemigo, que hay muchos
casos.
Pero la cosa empieza a ponerse un poco fea. Nadie sabe
quién manda. Cataluña tiene un president salido de la nada en una jugada tan
extraña y chumacera que uno no sabe muy bien si se trata de un candidato de
repuesto, un milagro virginal o sencillamente un pacto entre la casta más
corrupta e incompetente desde los tiempos de Cambó. Baste decir que al
president Puigdemont, un segundón funcionarial del mundo trepador de
provincias, se le conoce entre los suyos como el Mocho, y no porque limpie nada
sino por su personal tratamiento capilar.
Y entonces aparece “el documento de los 280
académicos”, repito el título de la prensa. Ya me llamó la atención cuando, en
la Feria literaria de Frankfurt, la cantidad de supuestos escritores que
aparecieron por allá superó a cualquier país del orbe, eran más de cien. Ahora
resulta que existen 280 académicos, de los cuales conozco a un puñado que son
tan académicos como yo fontanero, incluida quien dio lectura al texto en marco
tan incomparable como el paraninfo de la Universitat de Barcelona. Se llama Txe
Arana, y confieso mi ignorancia, jamás había oído hablar de ella, y eso que
vivo de la información.
De todos los elementos del texto, que intelectualmente
es de una penuria digna de Òmnium Cultural o de la Assemblea Nacional Catalana,
instituciones que para irritación de algunos no me canso de considerar
reaccionarias y racistas, hay dos en las que merece la pena detenerse.
El primero, la declaración del catalán como lengua
oficial única, lo que nos obligaría a más de la mitad de la población catalana
a apelar a estos letrados académicos para cualquier requerimiento. En otras
palabras, que les daríamos trabajo. A mí me impresionó mucho saber que la
Universitat de Girona tiene más profesores de catalán que alumnos de
lingüística catalana. Lo entiendo, nadie quiere perder su trabajo y la sociedad
está muy chunga para ir por ahí y ponerse a la lista del paro: “licenciado en
lingüística catalana”. Resumiendo, que en el documento hay un tufillo
inconfundible de 280 académicos, en su inmensa mayoría dependientes de la
Generalitat, como funcionarios, asesores o subvencionados, y que tal como han
ido las cosas del famoso procés se pueden quedar en la calle.
El otro, en mi opinión de mayor fuste, porque se
refiere al mundo de la ideología y sus creencias, es la denuncia de la
emigración obrera de los años cincuenta y sesenta como “instrumentos del
franquismo para la colonización lingüística”. Por más que se diga, como
señoritos equilibrados, que fue “involuntario”, constituye la ofensa y la
calumnia más desaforada de unos académicos paniaguados del poder. ¿Hay alguno
que dijera algo de la mafia pujoliana, no digamos del desfalco del Palau?
O sea que la clase obrera que contribuyó de manera
decisiva a la riqueza de Cataluña, explotada, mal pagada, en condiciones
infrahumanas durante más de una década, resulta ahora el agente definitivo del
franquismo contra Cataluña y su lengua. ¿No hay nadie que lo haya vivido y que
desenmascare esta tropelía de reaccionarios?
Había pues dos lenguas, que aún sobreviven, una blanca
y otra negra. Los negros que no se adaptaron a la “lengua blanca” son culpables
de colonizar Cataluña para estos académicos que viven del erario, no del sudor
de su trabajo, como muchos de sus antecesores “colonizadores de fábricas y
talleres”. Porque lo patético es que buena parte de los firmantes son hijos o
herederos de esa esclavitud de la huida del hambre, sin televisión que los
retratara. ¿O no fue una esclavitud?
¡Que
gentes, presuntamente de izquierdas, lleguen a sostener que en este país
flagelado por el paro, los desahucios, los recortes, las estafas, “quizá el
principal problema sea la cuestión lingüística”, es que se nos han roto todos
los cristales y de pura vergüenza no nos atrevemos a mirarnos a ningún espejo
que nos retrate de cuerpo entero! Son ustedes, señores firmantes, unos
neofascistas sin conciencia de serlo. Por cierto, nunca conocí a ningún neofascista
que reconociera ese tránsito entre la radicalidad de otrora y la miseria de
defender sus privilegios ahora.''
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