Mátalo con fuego. Troy Nahumko. Boston Review
En
agosto de 1936, tras un fallido golpe de Estado contra la Segunda República
Española, las fuerzas nacionalistas de Francisco Franco tomaron la ciudad de
Badajoz, en la región occidental de Extremadura. El asedio fue rápido, brutal e
indiscriminado. Miles de personas fueron ejecutadas, tanto soldados como
civiles; sus cuerpos fueron apilados y quemados. Sin importarles las líneas
cartográficas, el humo se elevó en densas y oscuras columnas y se extendió por
el río Caya, impregnando la ropa, el cabello y la memoria
Desde
Elvas, justo al otro lado de la frontera, civiles portugueses y periodistas
extranjeros observaban las llamas y respiraban el aire de la atrocidad. La
ciudad que antaño acogió a los refinados cartógrafos del imperialismo ahora
servía de escenario privilegiado para la matanza mecanizada. Fue aquí, en esta
zona fronteriza, donde el corresponsal del Chicago Tribune, Jay
Allen, se encontró documentando lo que se convertiría en uno de los episodios
más horribles de la Guerra Civil Española.
«Esta
es la historia más dolorosa que jamás me haya tocado manejar», escribió a
finales de agosto. Apenas unos días antes, Allen había logrado entrevistar al
general rebelde en Tetuán, Marruecos. Cuando le preguntaron: «¿Cuánto tiempo
más continuará la masacre, ahora que su golpe de Estado ha fracasado?», el
dictador en ciernes respondió: «No puede haber compromiso, ni tregua… Salvaré a
España del marxismo a cualquier precio».
Allen
pidió aclaraciones. "¿Eso significa que tendrá que fusilar a media
España?" A lo que Franco respondió: "Repito, a cualquier
precio".
Más que
una masacre, Badajoz fue un anticipo. Avanzando hacia el norte, las fuerzas
nacionalistas se convirtieron en lo que un historiador denomina una «columna de
la muerte», dejando un rastro de sangre y fuego a su paso por la Vía de la
Plata hacia Madrid. Durante los tres años de guerra civil, la provincia se
convirtió en cementerio y laboratorio a la vez: un campo de pruebas para la
brutalidad industrializada, que los aliados nazis de Franco exportarían
posteriormente por toda Europa.
La
victoria de los nacionalistas llegó en 1939 y perduró durante treinta y seis
años. Pero los fantasmas del franquismo —y de sus víctimas— sobrevivieron al
aparente fin del régimen. Hoy, una guerra latente continúa en este terreno,
pero con un objetivo mucho menos visible: la conciencia y el alma de la propia
España. Esta vez, el fuego arde en la memoria, mientras una nueva generación de
líderes españoles busca controlar lo que se permite recordar al pueblo,
imitando así a los movimientos de extrema derecha en Europa y más allá.
A
diferencia de innumerables atrocidades silenciadas, Badajoz tuvo testigos. La
brutalidad en Extremadura casi con seguridad habría quedado relegada a notas a
pie de página de la historia de no ser por los corresponsales extranjeros que
cruzaron la frontera para informar fuera del alcance de la censura.
Junto a
colegas de publicaciones francesas y británicas, Allen y John T. Whitaker,
del New York Herald Tribune , documentaron los horrores en
tiempo real. Sus despachos, que ocuparon las portadas desde Lisboa hasta París
y desde Londres hasta Nueva York, convirtieron los rumores en hechos
comprobados. El incipiente régimen de António Salazar en Portugal también envió
corresponsales —con instrucciones claras de favorecer la causa rebelde—, pero
ninguna manipulación informativa pudo atenuar el horror. Ni siquiera la pluma
autorizada de una prensa sumisa pudo suprimir el impacto sensorial de lo que
presenciaron los periodistas.
Franco
y sus comandantes aprendieron rápidamente del desastre de relaciones públicas.
Si bien en los pasillos del poder aún resonaban eslóganes abstractos sobre la
purga de los rojos y la disciplina de los huelguistas, las fotografías y los
reportajes transformaron la atrocidad local en indignación mundial, inclinando
brevemente la opinión pública internacional hacia el gobierno democráticamente
electo de Madrid. Pero solo por un instante. Durante los tres años de guerra
que siguieron, las grandes democracias del mundo —Gran Bretaña, Francia y
Estados Unidos— optaron por una postura de indiferencia estratégica, haciendo
la vista gorda mientras la Alemania nazi y la Italia fascista ayudaban a los
nacionalistas a modernizar el terror contra la población civil. ¿Su única
preocupación real? Que nadie desafiara al Capital. «Los ingleses odiamos el
fascismo», declaró, según se cuenta, el primer ministro británico Stanley
Baldwin a un colega en 1936, «pero detestamos el bolchevismo igual».
Mientras
tanto, para asegurarse de que ningún periodista más diera testimonio desde el
otro lado del Cayo, Franco desató una brutal campaña de censura y propaganda
que sumió a España en el silencio durante décadas. La frontera se convirtió no
solo en una línea divisoria entre naciones, sino en una línea divisoria entre
la verdad y el control, entre la cruda realidad y la máscara de la ideología.
Por
supuesto, el mundo pronto tendría otras pruebas de adónde conducen las
ideologías fascistas: genocidio, guerra mundial, la aniquilación mecanizada de
pueblos enteros. Pero este terror quedó al descubierto y erradicado en 1945.
Franco murió treinta años después, en paz, en su lecho, aferrado a la mano
momificada de Santa Teresa; no ahorcado ni ante un tribunal, sino envuelto en
el poder hasta su último aliento. El fascismo en España no fue derrotado.
Simplemente se le acabó el tiempo.
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Generaciones
enteras de españoles crecieron, por lo tanto, sin comprender realmente lo que
ocurrió entre 1936 y 1975. Las escuelas, en mayor o menor medida, eludían el
tema. Los libros de texto rozaban las atrocidades o, simplemente, las omitían.
En muchos hogares, la única historia disponible provenía de abuelos fascistas
que idealizaban el régimen y recitaban mitos pulidos por décadas de propaganda.
El Pacto no solo reprimió el pasado; creó un caldo de cultivo donde las
mentiras pudieron proliferar.
Pero
olvidar no es lo mismo que perdonar, y el silencio no es la paz. La verdad no
había desaparecido; se veía obligada a susurrar.
Una
mañana de 1978, alguien dejó un poema popular en la pared exterior de la casa
de Felisa Casatejada. Ella regentaba la carnicería en un pequeño pueblo
enclavado en las áridas llanuras de Badajoz. El mensaje, pintado con la
sutileza de un ladrillo, decía: «En casa de la carnicera se venden huesos rojos
para el cocido».
Los
aldeanos habían hecho lo impensable. Por primera vez desde la Guerra Civil, se
exhumó una fosa común de soldados republicanos. Habían salido a la luz huesos;
la historia había hablado. Como todas las buenas verdades, esta nació en la
tierra y se extendió. Pero con líderes políticos tan reacios a afrontar el
pasado, el movimiento que engendró tardaría en consolidarse.
La Ley
de Memoria Histórica , aprobada en 2007, marcó un punto de inflexión.
Reconoció a las víctimas del régimen franquista, destinó fondos para
exhumaciones y ordenó la retirada de los símbolos fascistas de los espacios
públicos. Los hijos y nietos de las víctimas silenciadas comenzaron a excavar,
a veces con palas, a veces con citaciones judiciales. En toda España, colinas
tranquilas y campos baldíos empezaron a revelar sus secretos: fosas comunes
ocultas bajo olivares, junto a cunetas, tras muros derruidos. Cuerpos apilados
como leña, envueltos en restos de uniformes o ropa de domingo. Cepillos de
dientes y alianzas de boda. Rosarios. Según cifras oficiales del Ministerio de
Justicia, existen 2.567 fosas comunes en todo el país y más de 114.000 personas
desaparecidas a la espera de ser identificadas.
Con
estas exhumaciones llega el olor. Ya no literal, no siempre. Pero algo
inconfundible: el hedor de la vieja violencia, de los asuntos pendientes. El
aire está cargado de un peso moral, una atmósfera densa impregnada del
reconocimiento de una justicia largamente negada. Comenzó a aferrarse de nuevo
a la identidad nacional, a la memoria cívica. En los titulares de los
periódicos sobre tumbas desenterradas. En las aulas donde los estudiantes
preguntan por qué nunca aprendieron sobre la guerra y recurren a vídeos
perturbadores de YouTube para llenar el vacío dejado por el silencio. En los
acalorados debates sobre estatuas, nombres de calles y el mausoleo del Valle de
los Caídos, que Franco mandó construir como monumento a todos los que murieron en
la guerra civil y donde el propio dictador fue enterrado.
Incluso
el cine captó la esencia. La película de Pedro Almodóvar de 2021, Madres
paralelas, no termina con un beso ni un giro inesperado, sino con la
lenta y metódica exhumación de una fosa común de la Guerra Civil. Sin diálogos,
sin alardes: solo tierra, huesos y la dignidad de quienes esperaron ochenta
años para ser contabilizados. En un país aún alérgico a la palabra «dictadura»,
fue un acto más radical que cualquier discurso. La escena hace lo que el Estado
durante mucho tiempo se negó: mira. Escucha. Se arrodilla.
Almodóvar
no se limitó a contar una historia; propició un ajuste de cuentas. Al año
siguiente, se aprobó la Ley de Memoria Democrática , que
adoptó un enfoque más firme para abordar el legado del régimen franquista.
Mientras que la ley anterior dejaba gran parte del trabajo en manos de las
familias y las asociaciones de voluntarios, la nueva ley finalmente puso al
Estado al frente de la búsqueda de los desaparecidos, algo que había estado
evitando cortésmente durante décadas. La legislación fue más allá al declarar
ilegal el régimen franquista, anular sus convicciones políticas e introducir
penas por glorificar la dictadura. El mensaje era claro: España había decidido,
democráticamente, que la mejor manera de seguir adelante es afrontar su pasado.
Y desde entonces, el panorama no ha dejado de cambiar. El gobierno provincial
de Cáceres, junto con la Asociación Memorial en el Cementerio de Cáceres,
anunció recientemente un ambicioso plan: exhumar a las aproximadamente
trescientas víctimas de una fosa común en el cementerio de la ciudad antes de
2026, casi un siglo después de su muerte.
Todo
esto fue un comienzo, pero también estuvo profundamente controvertido. Hoy,
medio siglo después del retorno de la democracia, los esfuerzos por dar nombre
a los innombrables y dar sepultura a los olvidados encuentran una creciente
resistencia. Abrir tumbas reabre heridas, se dice. Los nietos de los vencidos
buscan a los muertos, mientras que los herederos genealógicos e ideológicos de
los verdugos conmemoran el antiguo régimen y buscan rehabilitar el legado de
Franco. En lugar de uniformes, visten trajes y ocupan escaños en los
parlamentos. Sus ideas son anticuadas —jerarquía, pureza, obediencia—, pero su
forma de expresarlas se ha modernizado: vídeos pulidos, indignación
algorítmica, historia manipulada por las noticias. Lo que antes se proclamaba
bajo fusilamiento ahora se pronuncia ante micrófonos y se retuitea para ganar
relevancia.
Eso fue
precisamente lo que ocurrió el mes pasado cuando el diputado Sergio Rodríguez,
interviniendo en el Parlamento Balear como miembro del partido
ultranacionalista de extrema derecha Vox, invocó el 1 de abril de 1939 —día en
que Franco declaró el fin de la Guerra Civil— no como el solemne final de una
tragedia nacional, sino como un triunfo. Se dirigió al pueblo y lo denominó Día
de la Victoria.
Nacido
tras la crisis financiera de 2008 y gestado por la negación generacional, Vox
se ha apropiado de este legado enterrado, posicionándose como guardián de la
“verdadera historia” del país. Mediante su influencia en las coaliciones
parlamentarias, sus miembros han arrastrado a la derecha tradicional —el
Partido Popular (PP), fundado por exministros franquistas pero tradicionalmente
reacio al revisionismo abierto— cada vez más cerca de sus raíces. En las
regiones donde Vox ha alcanzado el poder, se ha propuesto como misión derogar
las leyes de memoria, suprimir la financiación para las exhumaciones y volver a
imponer el silencio.
Cuando
en 2019 se anunciaron las exhumaciones en el Valle de los Caídos, Vox presentó
una demanda para detenerlas, denunciando una “venganza” política. El sentir
general es que “lo civilizado es no perturbar el descanso de los muertos”, como
afirmó posteriormente un miembro del partido. Cuando los aliados en Andalucía
borraron los monumentos a las víctimas de Franco, otro dirigente de Vox
explicó: “No vamos a pagar para difundir mentiras”. En Madrid, se retiraron
placas en honor a los republicanos ejecutados por las fuerzas de Franco después
de que un ayuntamiento de mayoría conservadora paralizara un proyecto de
monumento, argumentando que se debía honrar a las víctimas de ambos bandos de
la Guerra Civil y que debían utilizarse códigos QR en lugar de nombres.
En
estas omisiones, la retórica del Antiguo Testamento se ha convertido en un arma
predilecta. El presidente de Vox, Santiago Abascal, presenta a la nación como
una Tierra Prometida divinamente ordenada que necesita ser salvada de los
“invasores” (inmigrantes, secularistas, feministas). En sus mítines, habla de
la patria sagrada evocando a Santiago Matamoros —Santiago el Matador de Moros—
y una nueva Reconquista, la guerra santa cristiana que expulsó a los musulmanes
y culminó en la monarquía católica.
Y así,
el ciclo amenaza con repetirse, no con tanques en las calles, sino con el
lenguaje en el parlamento. No con fosas comunes recién excavadas, sino con las
antiguas selladas en nombre de la “reconciliación” y dejando las cosas como
están, mientras que las de un solo bando permanezcan intactas.
Proliferan
los manifiestos de extrema derecha en este sentido. El último, publicado en
marzo, comienza con la frase: «Nosotros, españoles agradecidos a Franco,
queremos alzar la voz». Fue firmado por más de 1200 personas, entre ellas el
líder del golpe de Estado de 1981, Antonio Tejero, el líder de Manos Limpias ,
Miguel Bernad Remón, jueces jubilados y oficiales militares. Alabando la
«prosperidad» de la dictadura e ignorando olímpicamente su represión, forma
parte de una iniciativa más amplia —Plataforma 2025— para protestar contra los
planes del gobierno de conmemorar la transición a la democracia en el
cincuentenario de la muerte de Franco, que se celebrará este año.
En
Extremadura, en particular, la presidenta regional, María Guardiola, del PP,
inicialmente se pronunció enérgicamente contra la extrema derecha. En junio de
2023, tras las elecciones regionales, declaró: «No puedo permitir que gobiernen
quienes niegan la violencia sexista, quienes deshumanizan a los inmigrantes y
quienes tiran la bandera LGTBI a la basura». Presionada por un periodista,
insistió: «Soy una mujer de palabra… No gobernaré con Vox». Pero su palabra no
duró ni un ciclo informativo. En julio, siguiendo órdenes de Madrid, firmó rápidamente
un acuerdo de coalición. La oportunidad de arrebatar un feudo tradicionalmente
socialista era demasiado importante como para desaprovecharla.
Ahora,
el gobierno regional ha intentado derogar la Ley de Memoria Democrática.
En su lugar, los líderes han redactado una “Ley de Concordia” que borra las
distinciones entre víctimas y perpetradores, detiene las exhumaciones, suprime
términos incómodos y promueve una versión edulcorada del pasado de España. La
palabra “dictadura” ha desaparecido y ya no figura en el lenguaje oficial.
“Represión” se ha desvanecido. Incluso la palabra “franquismo” ha desaparecido.
El efecto no es solo revisionismo, sino un borrado ritual: una especie de
lavado de imagen político, una forma de blanquear la historia hasta que no huela
a nada.
Esta
medida refleja una tendencia nacional. Desde Castilla y León hasta Valencia,
Vox ha presionado con éxito al PP para que desmantele las políticas de memoria
histórica. Con estos nuevos dirigentes, la propia palabra «memoria» se vuelve
sospechosa. En los libros de texto, en los museos, en las placas
conmemorativas, la realidad se desdibuja, el pasado se reduce a sustantivos
neutros y abstracciones vagas. Una masacre se convierte en un «conflicto». Un
golpe de Estado contra un gobierno democráticamente elegido y la consiguiente
guerra contra él se convierten en una «diferencia de opinión».