Porque uno es tonto a veces, en el sentido de no advertir que mofarse del dolor ajeno es un síntoma de inmadurez, y el hacerse adulto consiste en reconocer, no sin algo de vergüenza, esos momentos en los que se fue rematadamente tonto.
¿tú eres tonto, chaval?
No
tengo ninguna duda de que muchos de
los indignados por los chistes de Zapata escenificaron un dolor que no sentían, y estoy segura de que
no lo sentían porque no reaccionaron de la misma iracunda manera cuando un tipo
de sus filas era grosero con las mujeres, por ejemplo, o cuando otro soltó en
el Congreso un comentario insultante sobre las víctimas de la Guerra Civil. No
me creo que sintieran un dolor insuperable por la brutalidad de un chiste
quienes aceptan las groserías de los suyos. No cuela.
En
cambio, hay otras personas que anteponen la empatía hacia los seres humanos a
sus principios ideológicos y que de manera legítima se sienten violentadas
cuando la “gracia” del chiste consiste en hacer escarnio de una víctima.
Creo que cuando Zapata
pidió disculpas aceptó sinceramente su error, así que no sé a qué viene su
linchamiento pero tampoco entiendo que sus amigos se empeñen en reivindicarlo.
Pedir disculpas es un síntoma de madurez. Debo ser muy ingenua pero yo las
acepto.
Ya
sospechábamos que la huella de la zafiedad franquista y la cursilería
falangista tenían que hacerse notar en un país de poca educación cívica como
éste: pues ahí están. Y junto a los regüeldos ellos y ellas no dejan de
mencionar la “dignidad”, aunque a su lado una lombriz adquiere prestancia de
dragón heráldico.
Algunos
los toman por marxistas, pero la brutalidad simplificadora es lo contrario de
la tesis de Marx, la cual no recomienda prescindir del conocimiento para
transformar el mundo, sino que lo exige como requisito para el cambio
revolucionario. Lo peor —con ser malo— no es que los brutos se manifiesten
antisemitas, necrófilos o feminazis sino que sean brutos o sea que presenten un
perfil de inconfundible estupidez como recomendación de buena voluntad para
ocupar puestos de responsabilidad
¡Pobre España,
descoyuntada entre los saqueadores y los mutiladores! Sin duda necesita una
regeneración política, pero no vendrá de quienes sólo saben contar hasta ciento
cuarenta.
Toda representación del pasado tiene límites
exteriores al texto y al sujeto que los recuerda, límites que no tienen nada
que ver con la libertad de expresión ni con cualquier consideración moral, sino
que proceden de los mismos hechos que se pretende representar. Como Perry
Anderson y Carlo Ginzburg replicaron a Hayden White, no es posible representar
la planificada operación política y administrativa de exterminio de judíos
—conocida en el argot nazi como Solución Final — según el modo de tramar de un romance
o una comedia. Sin duda, la representación es obra del autor, su invención,
pero para que esa invención no destruya la memoria del pasado que se trata de
reconstruir debe estar controlada por las voces que nos llegan de ese mismo
pasado.
Por eso, porque el hombre es libre, capaz del mal radical y de la negación de su
recuerdo, cabe también construir un relato de esos hechos, no para dar cuenta
de ellos sino con el propósito de destruir su memoria como experiencia del mal
radical. Y es esta la clase de narración elegida por el autor del tuit
difundido hace cuatro años por quien ahora es concejal del Ayuntamiento de
Madrid, cuando convierte la Solución Final en un chascarrillo que no se limita a
banalizar el mal, como cree quien lo ha propagado: …Pero lo que pretende este
tuit no es eso; es machacar, pulverizar, destruir las voces que nos llegan de
aquel horror para convertirlas en cenizas de cigarrillos depositadas en el
cenicero de un coche. Lo de menos es que rebase o no los límites de la libertad
de expresión, que su contenido sea o no insultante, o que manifieste un gusto
deplorable; todo eso, para el caso, es irrelevante. Lo que importa es que con
ese procedimiento narrativo destruye la memoria del mal radical: el exterminio de
judíos, así contado, es recibido con una carcajada por el público al que va
destinado.
Solo cuando ha caído
en la cuenta del efecto político que alcanzaba su narración, el responsable de
la difusión por las redes sociales de este acto de borrado de la memoria ha
pedido públicamente perdón a quienes se hayan sentido ofendidos. Bien está,
pero ¿basta esta petición o, más aún, bastaría un perdón otorgado por los
ofendidos para mantenerse en un cargo público como representante elegido por
los votantes de un partido? No, en absoluto. El perdón es un acto moral, que
concierne ante todo a quien lo pide y a quien lo otorga. Aquí no se trata de
eso, sino del elegido por unos votantes que carecían de elementos de juicio
sobre la identidad política del sujeto que les pedía, como miembro de una
candidatura, su voto. Lo obligado no es pedir perdón sino tomar nota de la
propia e intransferible responsabilidad política y actuar en consecuencia, como
inevitablemente se ha visto impelido a reconocer Guillermo Zapata renunciando a
su designación como responsable de la concejalía de cultura, aunque con el
peregrino argumento de que era ese ámbito el exclusivamente afectado por su
intervención en las redes.
La pregunta es: si para la cultura de Madrid habría
sido un oprobio verse representada por el difusor, a título personal, de este
texto de destrucción de la memoria, ¿por qué no habría de serlo para los
ciudadanos de cualquier distrito? La respuesta solo es posible cuando se
conteste a esta otra pregunta: ¿habrían consentido ni por un instante sus
compañeros de candidatura la presencia a su lado de alguien que hubiera
difundido por las redes un chiste en el que los asesinados por una banda
fascista en un despacho de abogados de Atocha hubieran aparecido como ceniza
arrojada a un vertedero?, ¿lo habrían votado sus electores?
No hay comentarios:
Publicar un comentario