‘Los exilios’. Antonio Muñoz Molina. 22 enero 2021
A
los exiliados españoles ni siquiera después de la muerte se les acabó el
exilio. A Margarita Xirgu, que murió en la generosa Montevideo, donde
había vivido y trabajado durante muchos años, la iban a enterrar en Barcelona,
cumpliendo su deseo, pero el infame César González-Ruano, tan admirado ahora,
escribió una columna injuriosa y póstuma contra ella y ni siquiera las cenizas
de Margarita Xirgu pudieron descansar en su tierra. Algunos de los encuentros
memorables de mi vida lo han sido con exiliados que volvían, o con hijos de los
que habían muerto en el destierro. Durante años tuve el privilegio de conversar
con Francisco Ayala, de preguntarle cosas y escuchar sus respuestas, que me
permitían casi ver con mis propios ojos un mundo y un tiempo en los que estaban
las raíces de mi conciencia política y de mi vocación literaria. Hacia mediados
de los años ochenta, en el Café Suizo de Granada, que ya tenía una atmósfera
como de otro tiempo, tuve una larga conversación con Juan Marichal y Solita Salinas,
los dos amables y un poco espectrales, tocados por una melancolía que era
personal y también histórica, porque la derrota de la República y el exilio los
habían dejado como fuera del tiempo, entre la España de la infancia y la
primera juventud y la América de la vida adulta, en la que nunca habían dejado
de ser extranjeros. Comparar con cualquiera de ellos a esos señoritos
supremacistas catalanes que aprovecharon el dinero público de todos en una
mezcla de golpe de Estado y charlotada grotesca es más que una injusticia: es
una vileza.
No
voy a sumarme al linchamiento cínico de los que hoy se rasgan las vestiduras
porque Pablo Iglesias ha infamado la memoria del exilio y ayer mismo celebraban
la decisión municipal y cainita de quitar los nombres de Indalecio Prieto y de
Francisco Largo Caballero de las calles de Madrid. Si Prieto tuvo que morir en
el exilio mexicano sin volver nunca a su Bilbao de su alma y Largo Caballero
apenas sobrevivió un año después de su liberación de un campo nazi fue por la
culpa exclusiva de un régimen vengativo al que su victoria no indujo al menor
rasgo de clemencia y que hizo todo lo que pudo por seguir persiguiendo fuera de
España a aquellos que habían tenido que huir para no ser encarcelados y
ejecutados. Pistoleros falangistas y policías inmundos viajaban a la Francia
ocupada para acompañar a la Gestapo en sus cacerías de republicanos españoles.
A Manuel
Azaña lo salvó su muerte rápida y la protección de la Embajada de
México. Lo que nombra la palabra exilio es el vendaval de desgracia que
perseguía a los españoles que habían cruzado en pleno invierno la frontera de
Francia y se encontraron la crueldad de los gendarmes, la indiferencia criminal
de las autoridades, el desamparo de una Europa que había abandonado a su suerte
a la República española y estaba a punto de rendirse al fascismo. Antonio
Machado es una presencia anónima en la multitud de los españoles perdidos por
los caminos. Ilse y Arturo Barea se morían de hambre en un hotel de París,
en la misma calle en la que sobrevivía otro exiliado sin esperanza, Walter
Benjamin.
Ahora
algunos nos parece que vuelven, pero eso no es una compensación porque ellos no
llegaron a saberlo. La justicia poética no es justicia. Ahora vuelve Elena Fortún, porque publica su biografía y se reedita una
novela tan magistral como Celia en la revolución; vuelve Concha Méndez, que se
murió de tristeza en México; vuelve Josefina Carabias, porque Seix Barral
publica de nuevo su retrato de Manuel Azaña. Vuelve, incluso, Manuel Azaña, en
una gran exposición de la Biblioteca Nacional. Vuelven Ilsa y Barea, y vuelve
Manuel Chaves Nogales, a quien María Isabel Cintas rescató del olvido en una
proeza de filología y de dignidad democrática. Hace unos meses, en la noche
oscura del confinamiento, murió la inolvidable Elena Aub, que había dedicado su vida entera a reintegrar
la obra exiliada de su padre a la cultura española.
Vuelven
pero no vuelven. Y no vuelven porque las vidas humanas son muy cortas y
frágiles, y todos ellos murieron sin saber, sin imaginar siquiera, que sus
obras y su ejemplo acabarían encontrando un lugar en la memoria, en la cultura,
de un país tan propenso a la amnesia como a la ignorancia. El vicepresidente
segundo del Gobierno, cuya especialidad política y universitaria parece ser la
palabrería embaucadora, debería ser un poco más respetuoso con la palabra
exilio y no pronunciarla tan en vano como pronuncia muchas otras, olvidando tal
vez la responsabilidad del cargo que ocupa, y tan poco interesado en buscar la
concordia pública en estos tiempos de aflicción como algunos de los mayores
hipócritas que ahora se escandalizan contra él.''
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