La desigualdad
económica se ha convertido en la enfermedad social de nuestro tiempo. Las
diferencias en la distribución de la renta y de la riqueza dentro de nuestros
países alcanzan niveles similares a los del periodo de entreguerras del siglo
pasado. Estamos viviendo una segunda Gilded Age, una nueva época dorada en la
que creación de riqueza y desigualdad van de la mano.
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Aunque el
retorno de la desigualdad es común a todas las economías, la investigación de
Piketty permite identificar diferencias significativas entre ellas. Por un
lado, los anglosajones, con EE UU a la cabeza. Por otro, los países nórdicos y
centroeuropeos en los que la desigualdad ha aumentado, pero de forma más
moderada. En tercer lugar, los países del sur, como España, donde sin llegar a
los niveles de los primeros es muy superior a los segundos. Todas son economías
capitalistas, pero con diferencias tan significativas que permiten hablar de
distintos sistemas capitalistas dentro del capitalismo.
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¿Nos debe
preocupar la desigualdad? Quizá la señal más reveladora de su gravedad es ver
cómo instituciones nada sospechosas de arrebatos anti sistema como el FMI, el
Banco Mundial, la OCDE, Financial Times, The Economist, Mckinsey, Morgan
Stanley, Standard & Poor's o Credit Suisse están alzando su voz para
advertir a los gobiernos de las consecuencias de la desigualdad. Cuando, por
así decirlo, los “intelectuales orgánicos” del capitalismo manifiestan este
dramatismo es que algo va mal en el sistema.
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En principio, la democracia es el sistema político
mejor dotado para que los ciudadanos puedan obligar a los gobiernos a tener en cuenta
el interés general. La razón es que en democracia cada persona tiene un voto.
Hay igualdad política. Y como los perjudicados por la desigualdad son mucho más
numerosos que los que se benefician de ella, se podría pensar que sumarán sus
votos para castigar a los gobiernos cuyas políticas incrementen la desigualdad.
Pero no es así. Al contrario, hay evidencia en estos
años de que los gobiernos no sufren castigo electoral por este motivo. ¿Cómo
explicar esta paradoja? Podemos plantear tres hipótesis.
Primera: porque la desigualdad económica produce
desigualdad política. La desigualdad de renta y riqueza descapitaliza
políticamente a los pobres. Hace que sus votos pierdan influencia. Si medimos
la igualdad política en términos de capacidad de acceso al poder, vemos que los
políticos son más sensibles a las preferencias de los ricos que a las de los
pobres.
Segunda: los pobres, y en particular los excluidos,
tienen poca propensión a votar, o no votan. Se autoexcluyen políticamente.
Tercera: las
élites consiguen desviar la atención sobre la desigualdad. A lo largo de la
historia vemos que cuando la desigualdad se agudiza, el discurso político
introduce preocupaciones como el nacionalismo, el miedo a los inmigrantes o
cuestiones religiosas de gran carga emocional para los pobres. La política
populista sustituye a la política democrática.
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Llegados a este
punto, ¿cómo reducir la desigualdad?
Podríamos pensar que los impulsos acabarán viniendo
desde arriba. Las preocupaciones de las instituciones a las que hecho
referencia acabarán surtiendo efecto. Surgirá un egoísmo inteligente, o un
sentimiento compasivo de los ricos que favorecerá la reducción de la
desigualdad. Es bonito, pero es improbable. …
Una alternativa más plausible es fortalecer la democracia. Pero, ¿cómo?
Una alternativa más plausible es fortalecer la democracia. Pero, ¿cómo?
Volvamos la vista atrás. ¿Cómo se logró en los años de
postguerra acabar con la Gilded Age? Fortaleciendo la igualdad política.
Mecanismos como el sufragio universal, instituciones sociales de control,
salarios mínimos, liberalización de mercados cartelizados, nuevas oportunidades
para los de abajo crearon un nuevo contrato social que dio lugar a tres décadas
de relativa igualdad. Los mejores años de nuestras vidas. El miedo a repetir
los errores de la Gran Depresión y la II Guerra Mundial actuó como un
facilitador de ese New Deal. La colaboración de conservadores y
socialdemócratas le dio soporte político y estabilidad.
¿Puede ahora el miedo a las consecuencias de la
desigualdad económica ser un acicate para un nuevo contrato social y político
que fortalezca la democracia y reduzca la desigualdad? Esperemos que así sea.
Antón Costas es catedrático de Economía en la Universidad de Barcelona.
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