martes, 4 de noviembre de 2014

Las desigualdades. Una pandemia recorre el mundo

La desigualdad económica se ha convertido en la enfermedad social de nuestro tiempo. Las diferencias en la distribución de la renta y de la riqueza dentro de nuestros países alcanzan niveles similares a los del periodo de entreguerras del siglo pasado. Estamos viviendo una segunda Gilded Age, una nueva época dorada en la que creación de riqueza y desigualdad van de la mano.
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Aunque el retorno de la desigualdad es común a todas las economías, la investigación de Piketty permite identificar diferencias significativas entre ellas. Por un lado, los anglosajones, con EE UU a la cabeza. Por otro, los países nórdicos y centroeuropeos en los que la desigualdad ha aumentado, pero de forma más moderada. En tercer lugar, los países del sur, como España, donde sin llegar a los niveles de los primeros es muy superior a los segundos. Todas son economías capitalistas, pero con diferencias tan significativas que permiten hablar de distintos sistemas capitalistas dentro del capitalismo.
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¿Nos debe preocupar la desigualdad? Quizá la señal más reveladora de su gravedad es ver cómo instituciones nada sospechosas de arrebatos anti sistema como el FMI, el Banco Mundial, la OCDE, Financial Times, The Economist, Mckinsey, Morgan Stanley, Standard & Poor's o Credit Suisse están alzando su voz para advertir a los gobiernos de las consecuencias de la desigualdad. Cuando, por así decirlo, los “intelectuales orgánicos” del capitalismo manifiestan este dramatismo es que algo va mal en el sistema.
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En todo caso, ¿por qué la democracia no frena el crecimiento de la desigualdad?
En principio, la democracia es el sistema político mejor dotado para que los ciudadanos puedan obligar a los gobiernos a tener en cuenta el interés general. La razón es que en democracia cada persona tiene un voto. Hay igualdad política. Y como los perjudicados por la desigualdad son mucho más numerosos que los que se benefician de ella, se podría pensar que sumarán sus votos para castigar a los gobiernos cuyas políticas incrementen la desigualdad.
Pero no es así. Al contrario, hay evidencia en estos años de que los gobiernos no sufren castigo electoral por este motivo. ¿Cómo explicar esta paradoja? Podemos plantear tres hipótesis.
Primera: porque la desigualdad económica produce desigualdad política. La desigualdad de renta y riqueza descapitaliza políticamente a los pobres. Hace que sus votos pierdan influencia. Si medimos la igualdad política en términos de capacidad de acceso al poder, vemos que los políticos son más sensibles a las preferencias de los ricos que a las de los pobres.
Segunda: los pobres, y en particular los excluidos, tienen poca propensión a votar, o no votan. Se autoexcluyen políticamente.
Tercera: las élites consiguen desviar la atención sobre la desigualdad. A lo largo de la historia vemos que cuando la desigualdad se agudiza, el discurso político introduce preocupaciones como el nacionalismo, el miedo a los inmigrantes o cuestiones religiosas de gran carga emocional para los pobres. La política populista sustituye a la política democrática.
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Llegados a este punto, ¿cómo reducir la desigualdad?
Podríamos pensar que los impulsos acabarán viniendo desde arriba. Las preocupaciones de las instituciones a las que hecho referencia acabarán surtiendo efecto. Surgirá un egoísmo inteligente, o un sentimiento compasivo de los ricos que favorecerá la reducción de la desigualdad. Es bonito, pero es improbable. …
Una alternativa más plausible es fortalecer la democracia. Pero, ¿cómo?
Volvamos la vista atrás. ¿Cómo se logró en los años de postguerra acabar con la Gilded Age? Fortaleciendo la igualdad política. Mecanismos como el sufragio universal, instituciones sociales de control, salarios mínimos, liberalización de mercados cartelizados, nuevas oportunidades para los de abajo crearon un nuevo contrato social que dio lugar a tres décadas de relativa igualdad. Los mejores años de nuestras vidas. El miedo a repetir los errores de la Gran Depresión y la II Guerra Mundial actuó como un facilitador de ese New Deal. La colaboración de conservadores y socialdemócratas le dio soporte político y estabilidad.
¿Puede ahora el miedo a las consecuencias de la desigualdad económica ser un acicate para un nuevo contrato social y político que fortalezca la democracia y reduzca la desigualdad? Esperemos que así sea.
Antón Costas es catedrático de Economía en la Universidad de Barcelona.

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