Una de las mayores rupturas de la época respecto a formas de vida inspiradas en la moral tradicional se produce en las relaciones sexuales, que parecen recuperar el sentido libertino y libertario de principios de siglo. Por empuje, sobre todo, de la gente joven, se cuestiona el modelo imperante en las relaciones sexuales y, por ende, el patriarcal modelo familiar basado en una drástica división del trabajo según los sexos, en la incontestada autoridad del varón convertido en jefe de la familia y en la incondicional subordinación de la mujer y de los hijos. Hay que destacar en este movimiento las ideas de Betty Friedan y Kate Millet y la fundación, en 1966, de la Organización Nacional de la Mujer.
La búsqueda de una sexualidad más satisfactoria y menos sometida a reglas fijas y compromisos permanentes, disfrutada en pareja o en grupo con personas del mismo o de otro sexo sin sentimiento de culpa, atenta contra la trilogía básica de la moral burguesa -matrimonio monogámico indisoluble, educación autoritaria, abstinencia sexual de los jóvenes-, denunciada en los años treinta por Wilhelm Reich en La revolución sexual, autor cuya influencia en los sesenta es innegable.
Uno de los factores que más contribuye a propagar estas formas alternativas de vida es la liberación de las mujeres respecto a sus tradicionales funciones sociales: la maternidad y el cuidado de los hijos. La puesta a la venta de la píldora anticonceptiva (1961), barata y fácil de administrar, y el derecho al aborto (legal desde 1973) facilitan a las mujeres -e indirectamente a los hombres- el control de la natalidad y el disfrute de una sexualidad sin el apremio de los embarazos.
Esta posibilidad permite establecer nuevas relaciones entre hombres y mujeres no basadas en el tradicional modelo de la familia nuclear y acentúa el aspecto experimental y hedonista de una cultura -contracultura- menos reproductiva pero más sensorial y emotiva. Junto con la defensa de una sexualidad no encaminada sólo procrear, también aparecen propuestas destinadas a cambiar las relaciones familiares desde el punto de vista de la relación con los hijos.
En una época en la que se atribuye a la cultura una función decisiva en la formación de la personalidad y en la configuración de la sociedad, la educación cobra vital importancia. Y quienes postulan un orden social distinto creen que debe estar formado por individuos distintos, que orienten su vida hacia otros fines que no sean someterse a las necesidades del trabajo alienante y del consumo compulsivo.
La educación se debe encaminar a realizar a las personas y a lograr su felicidad más que a formarlas (o deformarlas) para que ocupen resignadamente los puestos que la sociedad les tiene reservados en su compleja división del trabajo. Siguiendo experiencias educativas como la escuela de Summerhill, se postula una educación no autoritaria que prepare a las nuevas generaciones para que sean felices y para lo que decidan hacer de sí mismas, no para lo que la sociedad les tenga destinado.
José M. Roca
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