Cuando razonar resulta ofensivo. Javier Marías. 19-12-2021
Pero 18 años son muchos, y ya se ha dado
el siguiente y previsible paso. Ha llegado el momento en que los argumentos y
los razonamientos, por bien construidos que estén y sólidos que sean, se
reciben con la misma indiferencia que lo que tan sólo es cháchara. Esto es, no
se atiende a ellos, motivo por el cual han desaparecido las expresiones “entrar
en razón” o “prestarse a razones”, que venían a significar “darse cuenta de lo
que es razonable”. Esto es un pequeño drama para quienes, como dinosaurios aún
no extinguidos, todavía intentamos explicar, razonar y argüir, y, mediante eso,
convencer a alguien de algo. Esta ya vieja costumbre ha acompañado a los
hombres y a las mujeres durante unos 25 siglos, por lo menos desde Sócrates en
adelante. Es decir, ha sido el instrumento principal del que la humanidad se ha
valido desde que tenemos verdadera memoria, y por tanto deberíamos alarmarnos
ante la rápida abolición de su uso, más que nada porque para él no se ofrecen
otros sustitutos que las volubles “emociones” y la sentimentalidad más
ramplona. Estamos en un punto en el que da lo mismo que alguien demuestre algo
—un delito, una teoría científica, una verdad filosófica, una mera discusión de
sobremesa—: lo frecuente es que a los oyentes o lectores o interlocutores les
resbale, o que aun lo nieguen; no con argumentos mejores y más persuasivos,
ojalá, sino cerrándose en banda, haciendo oídos sordos, incluso cabreándose
puerilmente con el razonador porque éste se sale del juego cerril de ellos.
Razonar, a veces, resulta hoy ofensivo: “¿Me tomas por inferior o tonto? ¿Te
crees que por tener razón yo voy a dártela? Ni lo sueñes” es una reacción común
en nuestros días.
Y si uno se encuentra de pronto en un
mundo en el que tener razón no importa, ¿qué nos queda? ¿Qué podemos hacer para
intentar sacar a nadie de lo que vemos como error mayúsculo? ¿Qué nos cabe
decirles a los votantes que apoyan a individuos criminaloides como Trump,
Bolsonaro, Johnson, Maduro o Putin? Por mucho que nos afanemos, descubrimos que
argumentar con consistencia no vale de nada o sólo de poco, y que el
intercambio de pareceres ha sido desterrado por lo que en su día llamé
“locuacidades ensimismadas”, que son imposibles de interrumpir, imparables. Es
como si buena parte de la población mundial se hubiera entregado a la fe ciega
de las religiones o de las malignas y bobas sectas, cada individuo de la que
elige. La fe, si mal no recuerdo, consistía en creer sin pruebas, y aún es más,
en desdeñar y negar las que hubiera en contra. “La existencia de Dios no está
demostrada, pero yo creo en Él firmemente, y nadie me convencerá de que estoy
equivocado, porque la fe está por encima de las equivocaciones y las razones,
de hecho no tiene nada que ver con ellas, pertenece a una esfera superior y por
eso es una creencia ciega y sorda”. Esta actitud se impuso durante siglos, y
costó gran esfuerzo que las luces, la ciencia, la medicina, sacaran a la
humanidad de sus voluntarias ceguera y sordera, eso sí, alentadas por los
sacerdotes que tan cómodamente vivían sin verse obligados a demostrar nunca
nada. En lo poco recorrido del siglo XXI, el retroceso de la razón es de tal
magnitud que, sin ella, uno ya no sabe a qué recurrir, sobre todo si no es un
miserable dispuesto a pasarse al bando de los “emocionales” y sentimentales, o
de los nuevos y supersticiosos creyentes en lo que sea: en que las vacunas matan, en que la tierra es plana, en que Podemos y
Vox son democráticos, en que Elvis y John John Kennedy están vivos, en
que Cataluña está oprimida o en que Irene Montero es feminista. Ruego a los
filósofos y a mis colegas novelistas que vayan imaginando, pensando; que vayan
dándonos ideas para seguir combatiendo los disparates, las estupideces y las
falacias con alguna otra arma dialéctica digna, antes de que nos extingamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario