La Reconquista. José Álvarez Junco.
27-01-2019
A casi nadie le interesa explicar la complejidad del
pasado porque lo importante son los mitos. La derecha española esgrime un
concepto elaborado durante el siglo XIX como historia real
Los historiadores deberíamos estar
hartos de que nos utilicen. Deberíamos protestar, sindicarnos, demandar
judicialmente a quienes abusen de nuestro trabajo, salir a cortar una avenida
céntrica… Somos pocos, me dirán. Pues movilicemos a nuestros estudiantes, que
seguro que estarán encantados. Y es que ya está bien. La función de la historia
es conocer el pasado. Investigar, recoger pruebas, organizarlas según un
esquema racional y explicar lo que pasó de manera convincente. Y punto.
Pero a poca gente le interesa de verdad
conocer lo ocurrido, que en general fue complejo y hasta aburrido. Lo que nos
piden es algo mucho más excitante: un relato épico, útil para construir identidad;
que demostremos que nuestra nación existe, que la colectividad en la que
vivimos inmersos hoy es antiquísima, casi eterna, y que a lo largo de los
siglos o milenios ha actuado de manera noble, generosa, sufriendo conflictos
siempre debidos a la maldad de los otros; que asignemos en nuestro relato
claras identidades de buenos y malos, víctimas y verdugos, vinculando a nuestro
grupo actual con los buenos, las víctimas. No, no nos pide eso un niño
necesitado de cuentos para dormir. Nos lo piden adultos, muchos adultos. Entre
ellos, los más poderosos, los dirigentes políticos.
Y es que la nación
justifica el Estado, legitima la estructura político-administrativa que
controla el territorio que vivimos. Por lo cual es elevada a los altares,
venerada como objeto sagrado. Sobre ella no se puede escribir historia
(compleja, matizada, para adultos), sino mitos o leyendas, con escasa o nula
base empírica, que nos hablen de nuestros padres fundadores, de sus hazañas, de
los valores éticos que encarnaron, fundamento perenne de nuestro ser colectivo.
Eso es lo que se nos pide. Mito. Algo que puede alcanzar alta calidad literaria
y profundidad psicológica. Pero que no es historia.
Todo mito se inicia con una situación
idílica, de independencia, gloria y felicidad. Es lo lógico, pues nuestro
territorio es incomparablemente más hermoso y feraz que ningún otro (por si
acaso, no viajemos demasiado para comprobarlo) y nuestras costumbres y
cualidades morales igualmente superiores a las demás. De ahí que nuestros ancestros
vivieran, en el origen de los tiempos, libres y felices, hasta que asomaron su
nariz los perversos vecinos, envidiosos de nuestros tesoros. Y se produjo así
la Caída, de la salida del paraíso, que inició la segunda fase, de decadencia,
opresión, desigualdad, injusticia y sufrimiento; o sea, el mundo que conocemos.
Pero no os angustiéis, pequeños míos, porque ese mundo terminará el día en que,
convencidos de lo intolerable de la situación, actuemos todos unidos y
recuperemos el paraíso perdido.
En el caso de Cataluña, ya se sabe, hay
que escribir una historia que parta de las glorias medievales, el esplendor
alcanzado con Jaume I y Pere el Gran, cuando se construyó “el primer
Estado-nación moderno de Europa” (Fontana), que además era independiente
(falso). La decadencia llegó con los Trastámara y la unión con Castilla. Empezó
entonces el sojuzgamiento, acompañado siempre por la resistencia soterrada del
pueblo catalán, o explosiones que terminaron en dolorosa derrota, como en 1640;
que hubo escasas represalias contra la lengua o contra las instituciones de
autogobierno tras aquella derrota, mejor no mencionarlo. Regodeémonos, en
cambio, en la Guerra de Sucesión de 1700-1714, descrita no como guerra civil
sino como enfrentamiento de “España contra Cataluña”, y magnifiquemos el papel
de “mártires” como Rafael de Casanova (olvidando también la larga vida en
libertad de este personaje tras 1714). Así se explican las cosas en el Museo
d’Història de Catalunya, por ejemplo, joya de orfebrería mitológica, visitado
diariamente por los escolares catalanes. ¿Para aprender historia? No. Para
formar su conciencia nacionalista.
Pero el españolismo no se queda atrás,
en cuanto puede asomar la oreja.
Cuando yo era niño, dábamos una asignatura
llamada Formación del Espíritu Nacional, prácticamente un duplicado de la de
Historia de España. ¿Para qué enseñaban lo mismo dos veces? Porque era crucial
dejar bien sentadas la existencia milenaria de la nación y sus heroicas y
repetidas luchas por defender su identidad e independencia, que se remontaban a
Viriato, don Pelayo o el Cid Campeador y culminaban con los Reyes Católicos,
iniciadores de una edad dorada prolongada por Carlos I y Felipe II. Tras ellos
empezaba la decadencia, debida a la pérdida de valores católicos e imitación de
modas foráneas. Todo conducía a la gloriosa recuperación de las esencias
iniciada por Franco el 18 de julio de 1936. Perfecto ejemplo de una historia al
servicio del poder.
Todo eso está hoy superado, me dirán,
sólo quedan restos en los nacionalismos periféricos. A nosotros respondemos con
madurez y racionalidad, ofreciendo fórmulas identitarias complejas. Pero ahora
resulta que no. Que vuelven a alzarse los pendones españolistas. Sin complejos.
Vuelve, sobre todo, la Reconquista, la gran gesta nacional. Lo han dicho los
líderes de Vox, se aprestan a imitarlos los del PP, y hasta puede que
Ciudadanos se sienta tentado, convencidos todos de que las elecciones próximas
las va a ganar quien haga ondear con más energía la bandera rojigualda.
Pero permitan que intervenga el
historiador. El concepto de Reconquista, y el término mismo, son modernos. Los
cronistas de Alfonso III presentaron, sí, la guerra contra los musulmanes como
un intento de restablecer la monarquía visigoda. Pero los historiadores
(Ocampo, Morales, Mariana) usaron, como mucho, la palabra “restauración”. Nadie
habló de reconquistar, sino de tomar, ganar o conquistar, una ciudad a los
musulmanes. Sólo a principios del XIX apareció ese término, de la mano de
Modesto Lafuente, quien lo refirió a un conjunto de guerras, o a una guerra
intermitente, de ocho siglos. Y sólo en la segunda mitad del XIX se consagró el
nombre de “Reconquista” para todo aquel periodo histórico.
Pero presentar la “Reconquista” como
historia real es crucial para la derecha española, porque expresa la
construcción de la nación, en términos de unidad política y monolitismo
cultural. En 1492, recuerden, no sólo se rindió el último rey musulmán, sino
que fueron expulsados los judíos —unidad religiosa, además de la política—, y
el descubrimiento colombino inició la era imperial. Es fecha a celebrar.
Si abandonamos el terreno mítico, sin
embargo, todo fue más complejo. Para empezar, nunca hubo una “conquista”, ni
mucho menos “reconquista”, de Granada. Fue una entrega pactada, con unas
capitulaciones firmadas solemnemente por Fernando e Isabel (en las que se
comprometieron, por cierto, a respetar la lengua, religión, vestimenta,
costumbres y jueces naturales de los súbditos de Boabdil, algo que incumplieron
de manera flagrante poco después).
En segundo lugar, ningún historiador serio
defendería hoy que la unión territorial lograda por los Reyes Católicos hizo
nacer a una “nación” moderna, sino a una “monarquía compleja”, imperial, que
acumulaba muchos reinos y señoríos con distintos grados de autogobierno.
Pero no nos esforcemos tanto para
explicar la complejidad del pasado. A casi nadie le importa. Lo rentable
políticamente son los mitos. Los mitos hacen votar. Y enfrentan también a la
gente, la llevan a matarse entre sí.
José Álvarez Junco es historiador.
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