La
crisis que padecemos es enorme, profunda y extremadamente compleja, con
multitud de factores y de actores e intereses contrapuestos, tanto dentro de conceptos nacionales como
internacionales, tanto en los conflictos de ámbito global, como regional o
sectorial, es una crisis que entierra una época en Occidente y está pariendo la
nueva. Si nunca fueron útiles las simplezas para comprender la realidad, en esta
ocasión menos sirven los clichés, a pesar de lo cual desde los individuos y
partidos de izquierda a derecha surgen a borbotones, a cambio prescinden de
explicaciones concretas, que intenten aclarar los hechos, los procesos y las
consecuencias de las políticas que se ponen en práctica o las alternativas a
considerar.
La crisis está cambiando el mundo,
éste concreto en el que vivimos, ya no es una expresión literaria o teórica que
enmarca en general el planeta, está cambiando a fondo nuestras vidas, aquello
que nos rodea. A partir de aquí nada será igual a lo vivido en los últimos 35
años. Si nos hacemos a la idea nos adaptaremos mejor a las nuevas realidades y
así poder influir sobre ellas, porque la destrucción se está produciendo
imparable pero está todo por construir y no deberíamos dejarlo solo en manos de
unos pocos.
El mundo que cambia a peor está
siendo fundamentalmente el europeo donde la batalla del euro puede llevarse por
delante la eurozona y/o la UE tal como las conocemos. Que las instituciones
actuales no sirven parece claro, pero la construcción de las nuevas estructuras
puede dejar fuera a varios países, Reino Unido liderándolos. Parece claro que
la solución a financiación nacional, fiscalidad nacional, política monetaria,
crecimiento, libertades, etc. etc. se aleja cada vez más del ámbito nacional
para pasar al europeo. Sencillamente no es posible aplicar la tasa Tobín en un
país o dos, o gravar con un impuesto alto a los ricos, porque se irán al país
de al lado, como no es posible controlar o regular a unos cuantos bancos
nacionales, sin hacerlo con los del resto, o muchos etc.
A finales del siglo XX ocurrieron
profundas transformaciones planetarias, globales, enormes y masivos cambios
produjeron una nueva ola de internacionalización del capitalismo, industria y
comercio fueron basculando desde el Atlántico al Pacífico. Ante la disminución
de las tasas de ganancia, las ventajas competitivas occidentales se volcaron en
las altas tecnologías, I+D y las TIC. Cuando el fácil movimiento de los
capitales las fue igualando, el capitalismo financiero occidental, que estaba
buscando mejoras singulares desde unos años antes, -por su disminución en las
tasas en comparación con otros sectores de capital- encontró ventajas en las
matemáticas, que incorporaron masivamente a la economía, así nacieron pléyades
de nuevos productos financieros y sistemas de análisis de riesgos,
extendiéndose ampliamente multitud de derivados por el sistema financiero
occidental y mundial. EEUU y la City londinense fueron sus distribuidores.
El naciente siglo XXI ha puesto bajo
los focos países emergentes en Asia, África y América, cientos de millones de
personas que malvivían miserablemente mejoraron sus condiciones de vida, y
decenas de millones de ellas pasaron a engrosar las llamadas clases medias, y
unos pocos miles de nuevos individuos han engrosado las filas de los
multimillonarios mundiales salidos de China, India, Rusia, Surasiáticos, Este
europeos, brasileños, sudafricanos... Grandes sectores de producción mundial se
deslocalizaron en dirección a los emergentes, su peso económico mundial aumenta
a gran velocidad tanto en crecimiento de PIB y comercio, -representan cerca de
la mitad de la actividad económica mundial y 2/3 de las reservas de divisas-
así como aumentan su poder político internacional, que pierden los países
occidentales, entre ellos España, desplazando los centros de poder del
Atlántico al Pacífico. Las diferencias entre los países del mundo disminuyeron,
pero al mismo tiempo lo que puede comprobar el trabajador occidental es que las
diferencias entre los grupos sociales nacionales están aumentando con rapidez.
Sumemos a lo anterior, el cambio
demográfico mundial, en el que de manera sintética, el mundo occidental, que
lideraba el planeta, envejece a gran velocidad generando una problemática de
complicada solución. En España hay 9 millones de pensionistas. Sumemos que las
fuentes energéticas están fuera del control occidental, -España es uno de los
países con mayor dependencia energética del mundo- y que tanto energía, como
demografía, y religión, en parte vinculadas territorialmente, aumentan sus
riesgos y aparecen fuera del control occidental. Añadamos los cambios que
generaron un nuevo orden social –derechos civiles, feminismo, gais, nuevas
familias- relativamente recientes y que por tanto no terminan de estar
asimilados plenamente por las poblaciones occidentales, juntemos la masiva emigración
a Europa, que en pocos años aumentó la población española en 6 millones de
personas, y el aumento del trabajo precario en un tercio de la población
activa, y las oleadas de jóvenes al margen del sistema de representación social,
sin trabajo, sin futuro…
Si además sumamos la
intranquilidad que provoca el ‘cambio climático’, cuyos peligros irán aumentando,
máxime al ser aparcado como consecuencia de la crisis, las luchas por el
problema del agua que crecerán, como la inseguridad callejera, el terrorismo de
origen islamista que se extiende por el Sahel y aproxima al sur de Europa, los
cambios y penurias que provoca la propia crisis económica, el hambre y
migraciones mundiales cuando se ven al otro extremo recursos sobrados para
evitarlo… aparece un cuadro cierto de inquietud y difícil comprensión en lo que
ocurre.
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