Ninguna
sorpresa en el atentado contra Trump.
JOE MATHEWS. 18 JUL 2024 - EL PAIS
Lo que más
espanta del tiroteo en el mitin republicano es su coherencia con la violenta
realidad de Estados Unidos
Era totalmente previsible, dada la frecuencia con la que se producen actos violentos en Estados Unidos. Peor aún: los investigadores no han conseguido descubrir que Thomas Matthew Crooks, de 20 años, tuviera ningún antecedente de enfermedad mental, así que es posible que los estadounidenses tengan que afrontar la espantosa realidad de que el intento de asesinato, además de ser un crimen y un ataque contra el proceso político nacional, haya sido un acto racional.
¿Cómo
puedo decir una cosa así?
Porque el
disfuncional sistema de gobierno de Estados Unidos hace que sea demasiado
difícil resolver sus problemas más graves por medios democráticos y no
violentos.
Y no es
casualidad que uno de esos problemas sin resolver sea la propia violencia.
Los
estadounidenses se han acostumbrado a considerar los tiroteos de masas —es
decir, aquellos en los que resultan heridas o muertas cuatro personas o más—
como algo habitual. En los tres últimos años se han producido en el país más de
600 tiroteos de masas al año, aproximadamente dos al día. El intento de
magnicidio del sábado también lo fue, puesto que el resultado fueron dos
muertos (el tirador y un bombero que se encontraba entre la multitud) y al
menos otros dos heridos.
Más
trágico todavía es el hecho de que los estadounidenses se hayan resignado a
tener unas tasas de violencia que están entre las más altas del mundo
occidental, incluida la cifra anual de más de 40.000 personas muertas por
heridas relacionadas con armas de fuego; un número que ha aumentado más de
un 40 % desde 2010. La mayoría de esas muertes son suicidios, que ocurren cada
vez más entre personas jóvenes. En este contexto, el hombre de 20 años que
intentó asesinar a Trump seguramente sabía que lo matarían en cuanto disparara,
así que su caso no tiene nada de especial sino que es bastante corriente.
Otro
factor importante es la violencia política. Los estadounidenses pueden recitar
de memoria varios actos violentos que tuvieron gran repercusión: el atentado
que en 2011 estuvo a punto de acabar con la vida de la congresista Gabrielle
Giffords; el tiroteo que en 2017, durante un entrenamiento de béisbol del
equipo del Congreso, casi causó la muerte al líder de la mayoría de la Cámara
de Representantes, Steve Scalise; los planes para secuestrar a la gobernadora
de Michigan, Gretchen Whitmer, que se descubrieron en 2020; y la trama
desbaratada en 2022 para matar al magistrado del Tribunal Supremo Brett
Kavanaugh. Y eso, sin mencionar el asalto al Capitolio de Estados Unidos del 6
de enero de 2021.
Esa
violencia es todavía más visible en los niveles inferiores de la política y las
instituciones. Es lógico, si se piensa que un buen número de ciudadanos —más
del 20 % del país según las encuestas de 2024, es decir, más de 60 millones de
personas— cree que la violencia puede ser necesaria para alcanzar los objetivos
políticos.
Los
funcionarios locales se llevan la peor parte de nuestra afición a la violencia.
Las herramientas más comunes de la violencia política —el acoso y las amenazas—
se han convertido en algo a lo que tienen que enfrentarse de forma cotidiana,
sobre todo aquellos cuyo trabajo está relacionado con las elecciones o la
gestión municipal.
En una
encuesta llevada a cabo en 2021 por el Centro Brennan para la Justicia, un
tercio de los funcionarios electorales de Estados Unidos decían que se sentían
poco seguros y el 79 % quería que el gobierno les garantizase la seguridad.
Según una encuesta de la Liga Nacional de Ciudades, más del 80 % de los
estadounidenses han sufrido acoso, amenazas y violencia. La enorme cantidad de
amenazas en las instancias locales hace casi imposible investigar su origen y
todavía más castigar a quienes las profieren.
Otro
problema es que la violencia política es eficaz, porque unifica a unos partidos
y disuade a otros. “La violencia política cumple directamente una función
electoral”, escribe Rachel Kleinfeld, investigadora principal del Programa de
Democracia, Conflictos y Gobernanza de Carnegie. “El uso de la violencia para
defender a un grupo estrecha los lazos entre los miembros de ese grupo. Por
eso, la violencia es una forma especialmente eficaz de reforzar la pasión
de los votantes”.
Kleinfeld
ha identificado cuatro factores que incrementan el riesgo de violencia
relacionada con las elecciones. Y en Estados Unidos, ha escrito, están
presentes los cuatro.
El primero son unas elecciones muy competitivas que alteran el
equilibrio de poder, un problema agravado por el sistema electoral
estadounidense, en el que el ganador se lleva todos los votos y que no permite
el reparto de poder ni la representación proporcional.
El segundo
son las divisiones partidistas basadas en la identidad, agudizadas en los
últimos tiempos después de que los propios estadounidenses se hayan clasificado
en dos grupos identitarios (los demócratas, que residen en las ciudades y entre
los que hay muchas probabilidades de encontrar a miembros de una minoría,
mujeres y laicos, y los republicanos, que viven alejados de los centros urbanos
y tienen más probabilidades de ser blancos, hombres y cristianos).
El tercer
factor son unas reglas electorales que permiten que se aproveche esa identidad
para ganar. Kleinfeld subraya que la violencia política es mayor en las
circunscripciones muy disputadas, donde una diversidad cada vez mayor se topa
con la reacción violenta; en concreto, “en los barrios residenciales en los que
la inmigración de origen asiático e hispanoamericano ha aumentado a más
velocidad, sobre todo en las metrópolis más demócratas que están rodeadas de
zonas rurales dominadas por los republicanos. Esos barrios… son zonas de
contestación social”.
El cuarto
factor es las endebles herramientas institucionales para contener la violencia.
Sobre todo, cuando intervienen armas de fuego.
Los
intentos legislativos de controlar las armas no han llegado a ninguna parte,
porque el poderoso grupo de presión armamentístico domina el Partido
Republicano y amedrenta a los demócratas con la amenaza de invertir mucho
dinero contra ellos en las campañas electorales. Cuando los estados y las
ciudades progresistas intentan controlar las armas, los tribunales federales
anulan sistemáticamente las leyes que aprueban. Por el contrario, hay pocos
obstáculos para que los estados conservadores faciliten el acceso a armas más
accesibles y letales y protejan a quienes podrían utilizarlas para defenderse.
El
Tribunal Supremo de Estados Unidos ha permitido que la locura de las armas siga extendiéndose, con
su ampliación del derecho constitucional a portar armas. En 2022, el
Tribunal dictó un nuevo criterio que, en la práctica, ha abolido los controles
que los demócratas habían establecido sobre las armas en lo que va de siglo: la
decisión del Tribunal fue que las únicas restricciones a las armas que pueden
permitirse hoy en día son las que se instauraron en el momento de la fundación
del país, en 1791. A principios de este año, esa sentencia sirvió para para
revocar una ley federal que prohibía los aceleradores de disparos (que utilizan
los tiradores en masa para que las armas disparen más deprisa y maten más).
Al mismo
tiempo que fomenta el uso de las armas, el Tribunal impide otras alternativas
no violentas para cambiar el país. Los magistrados han respaldado la
manipulación de distritos electorales, que debilita el poder del voto,
especialmente el voto de las minorías. Asimismo han eliminado los límites al
dinero y las donaciones en política, lo que hace posible que los ricos y
poderosos dominen las elecciones y el gobierno.
Y este
año, el Tribunal ha decidido situar a Trump y a los futuros presidentes por
encima de la ley. Para ello han hecho caso omiso del texto literal de la
Constitución, que prohíbe ejercer el cargo a cualquier funcionario que haya
alentado una insurrección contra el Estado, tal como hizo Trump en 2020; todo
ello, para que el expresidente pudiera ser candidato en las elecciones
presidenciales. Y además, en una sorprendente sentencia dictada este mismo mes
de julio, el Tribunal ha concedido a los presidentes una inmunidad penal muy
amplia por los actos que hayan cometido mientras ocupaban el cargo.
Esta
inmunidad abarcaría acciones como cometer crímenes de guerra, encarcelar a
opositores políticos, ordenar represalias contra los detractores o decretar
ejecuciones públicas. Trump ha prometido hacer todas esas cosas si es
reelegido, incluida la ejecución de un general de las fuerzas armadas que se
interpuso en su intento de anular por la fuerza el resultado de las elecciones
de 2020.
Muchos
estudios demuestran que las palabras de los políticos fomentan la violencia
política. Ahora están llamando a la calma, la unidad, a alejarse de esa
violencia. Pero esos llamamientos van a conseguir poco. En Estados Unidos no
hay nunca forma de alejarse de la violencia. Ni siquiera después de un intento
de asesinato. A Trump lo alcanzó una bala mientras presentaba un gráfico falso
con el fin de justificar sus planes para deportar en masa y con violencia a los
inmigrantes de Estados Unidos. Entonces, tras un minuto de glorioso silencio,
tirado en el suelo, se levantó e hizo un gesto. No fue un pulgar hacia arriba
para decir que estaba bien, ni tampoco el símbolo de la paz. Alzó el puño y
ordenó a sus seguidores: “¡Luchad! ¡Luchad!”
La lucha
no termina nunca. Por eso Trump y todos sus compatriotas seguiremos recogiendo
la violencia que siempre hemos sembrado.
Joe Mathews es fundador y columnista de Democracy
Local e investigador sobre la democracia en el Berggruen Institute de Los
Ángeles.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
https://elpais.com/opinion/2024-07-18/ninguna-sorpresa-en-el-atentado-contra-trump.html
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