El Tribunal Supremo anuló esta semana una sentencia de
la Audiencia Nacional y condenó a tres años de cárcel a ocho personas por un
delito contra las instituciones del Estado. Las ocho participaron en la
manifestación del 15 de junio de 2011 ante el Parlamento de Cataluña, bajo el
lema “Aturem el Parlament. No deixarem que aprovin retallades” (Paremos al
Parlamento. No dejaremos que aprueben recortes), que finalizó con incidentes.
¿Qué hicieron exactamente estos ocho jóvenes?
¿Conspiraron para asaltar el Parlamento catalán? ¿Agredieron a los diputados?
¿Les amenazaron con piedras, palos o pistolas? ¿Les dijeron que iba a darles un
puñetazo? ¿Ejercieron la fuerza física contra ellos? No. Absolutamente nada de
todo eso. Eran jóvenes que no formaban parte de un grupo organizado;
participaban en una manifestación y, según la sentencia ha dejado claramente
establecido, “levantaron los brazos”, “agitaron las manos abiertas”,
“gritaron”, “siguieron” “recriminaron”, “dijeron” y “corearon”. Uno de ellos
desplegó una pancarta y otro manchó con un espray la chaqueta de una diputada.
Olga Álvarez, Rubén Molina y Carlos Munter, por ejemplo, “recriminaron las
políticas de recortes y dijeron a un parlamentario que no les representaba”.
Ciro Morales fue “una de las personas que rodearon a otro parlamentario,
coreando lemas”.
Esos son los únicos hechos probados. Y, sin embargo,
merecen nada menos que tres años de cárcel, una pena que implica que los
acusados, ciudadanos españoles sin antecedentes penales, trabajadores sociales,
estudiantes, parados o empleados precarios, deben ingresar en prisión. Tres
años de cárcel, según el mismo Tribunal Supremo que en 1982 condenó con esa
misma pena a dos de los capitanes que participaron en el asalto armado al
Congreso de los Diputados o que estimó que bastaba con un único año para los
seis tenientes que les acompañaron.
Todo estriba en la interpretación del artículo 498 del
Código Penal que dice que serán castigados con pena de prisión de tres a cinco
años los que emplearen fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave para
impedir que un parlamentario asista a sus reuniones (…).
La Audiencia y el voto particular formulado por el
magistrado del Supremo Perfecto Andrés interpretan que agitar las manos
abiertas, levantar los brazos o gritar no supone “fuerza, violencia,
intimidación ni amenaza grave”. Es posible que en algunos momentos de la
manifestación algunos parlamentarios se sintieran atemorizados, pero, en
concreto, estos ocho procesados no hicieron nada que pudiera considerarse una amenaza,
es decir, el anuncio de un mal o peligro grave. Por el contrario, la Audiencia
aseguró que cuando algunos sectores de la población están en una situación de
grave vulnerabilidad (los recortes supusieron un hachazo en las prestaciones
sociales) y sufren un déficit material de representatividad, “porque no pueden
hacer trascender su indignación y su explicable malestar en los medios de
comunicación ni privados ni estatales”, no les queda otra posibilidad que el
recurso al derecho constitucional de manifestación en la calle.
Perfecto Andrés, por su parte, afirma que no se trata
de disculpar las acciones contempladas o privarles de significación. Pero no
existe el requisito de ejercer “fuerza” sobre los parlamentarios. La
intimidación, explica, supone inducir temor de una intensidad tal que obligue
al afectado a modificar su comportamiento, algo que tampoco ocurrió. El
Supremo, por el contrario, considera que “interponerse en el camino de dos
diputados que solo pretendían acceder al órgano en el que habían de desplegar
su función representativa, y hacerlo con los brazos en cruz, supone ejecutar un
acto intimidatorio”.
¿Qué ha pasado en la sociedad española para que
conductas como las que se describen se consideren tan graves que requieran un
castigo tan severo? Quizás el miedo no sea lo que afligió a los diputados del
Parlamento catalán, sino lo que está tomando al asalto en los últimos meses a
todo el ordenamiento jurídico español. Quizás se tema que la desigualdad
galopante termine por generar violencia (algo que no suele ocurrir con la
pobreza). Quizás se pretenda desplegar todo un violento arsenal intimidatorio
frente a los ciudadanos, a fin de advertirles y avisarles del mal o peligro
grave que, al más mínimo gesto, les acecha. A ellos, no a los diputados.''
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