lunes, 16 de agosto de 2010

La revolución conservadora, 4

La cultura empresarial. J.M. Roca

Lo que podríamos llamar “cultura empresarial” fue la respuesta a las señales de alarma lanzadas por las exageradas percepciones de Powell, por la Comisión Trilateral y por otras asociaciones patronales. Decía el primero, en su Memorandum: Los negocios han sido el niño de azotes de muchos políticos durante muchos años. Incluso varios candidatos a la presidencia de EE.UU. se han colocado en el campo contrario a los negocios. Aún está vigente la doctrina marxista de que los países capitalistas están controlados por las grandes empresas. Esta doctrina, difundida por la propaganda izquierdista en todo el mundo, tiene un amplio público de seguidores entre los estadounidenses. Sin embargo, como sabe todo ejecutivo de negocios, hay elementos de la sociedad americana, como los empresarios o los millones de accionistas, que tienen poca influencia sobre la acción del gobierno. No es exagerado afirmar que, en términos de influencia política en relación con la legislación y la acción del gobierno, el ejecutivo de negocios de América es realmente ‘el hombre olvidado’.

Para Powell, responder a los ataques contra el mundo de los negocios no era únicamente un asunto económico, ya que afectaba a los valores esenciales de la nación: La supervivencia del sistema de libre empresa es fundamental para mantener la prosperidad de América y la libertad de nuestro pueblo.

La empresa privada fue convertida en el modelo administrativo para cualquier institución pública o privada. En el ejemplo más refinado de la civilización, según el Informe Crozier, o incluso en modelo del comportamiento humano: el hombre como la empresa más pequeña, que debía moverse con criterios de eficacia al perseguir sus objetivos compitiendo con otros hombres/empresa y con otras empresas/empresas. Se efectuaba una completa inversión de valores y objetivos: no había que adaptar la empresa a las dimensiones humanas, sino concebir a los humanos a imagen y semejanza de la empresa. Y el fin de las empresas no es otro que proporcionar beneficios a sus propietarios. El beneficio es la recompensa legítima a la actividad, al dinero invertido y al esfuerzo asumido por el empresario.

Siguiendo a Milton Friedman, que, en 1970, indicó que la responsabilidad social de las empresas estaba en generar beneficios a sus propietarios, el discurso neoliberal presentaba el aumento de los beneficios del capital como una remuneración legítima de los ricos, porque eran los más productivos y los más hábiles, y, por una perversa utilización del lenguaje, porque eran también los más patriotas.

Los valores ciertos o presuntos de la empresa privada como la racionalidad, la agilidad, la capacidad para innovar y la flexibilidad, la facilidad para competir, la responsabilidad ante los accionistas y el mercado, la persecución de objetivos, el control de calidad, la eficacia en la gestión, la transparencia (en la Bolsa) y la rendición de resultados ante censores de cuentas, auditores y el fisco, ofrecían un modelo que debía ser imitado por los entes públicos para funcionar con criterios similares. Mientras tanto, la gestión administrativa del Estado fue calificada de lenta, ineficaz y onerosa para el bolsillo de los contribuyentes. La consecuencia estaba clara: los servicios públicos podían aumentar en calidad y eficacia a condición de que fueran prestados de un modo mejor y más barato por empresas privadas.

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