El artículo, la entrevista, que sigue lo he tomado de 'Letras Libres'. Creo explica muy bien y resumido gran parte del trumpismo. Si le interesa el tema, estos son los libros que leí el último año y me resultaron muy útiles para entender este fenómeno que abre la puerta a otra época diferente con moldes distintos a los vividos estos últimos 80 años. El trumpismo no nace de la nada, muchas de sus corrientes, ideas, peligros, teorías, etc. ya estaban en EEUU, pero el trumpismo las ha conseguido aglutinar y liderar.
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Entrevista con Maya Kandel: “Si no hay acuerdo sobre los hechos, no puede haber debate ni democracia”
La investigadora ha publicado “Una primera historia del trumpismo”, donde analiza las claves de la nueva derecha estadounidense. por Daniel Gascón 24 octubre 2025
Maya Kandel es investigadora asociada en la Université Sorbonne Nouvelle Paris 3 (CREW). En 2021 y 2022 fue Senior Fellow y directora del Programa sobre Estados Unidos del Institut Montaigne. En 2018 publicó Les États-Unis et le monde, de George Washington à Donald Trump (Éditions Perrin). Este año ha publicado Une première histoire du trumpisme (Gallimard). Lleva el blog Froggy Bottom, dedicado a la política exterior estadounidense. Este intercambio se desarrolló por correo electrónico.
¿Por qué ha querido escribir una historia del trumpismo y qué cambia entre el primer Trump y el segundo?
Es una “primera” historia, porque el fenómeno sigue en curso. Pero el trumpismo ya tiene una profundidad histórica, que defino como el encuentro entre un personaje fuera de lo normal, Donald Trump, algunas de sus intuiciones e ideas-fuerza y un sustrato electoral en Estados Unidos, en un país que, en 2015, está traumatizado por 14 años de guerras desastrosas, la peor recesión económica (2007-2008) desde la crisis de 1929 y una epidemia de opioides que en ese momento causa cada año más muertes que la guerra de Vietnam.
Trump irrumpe en la vida política estadounidense en 2015, pero ya era una figura conocida desde hacía décadas. Ahora bien, en Francia y en Europa a menudo se tenía una lectura superficial o desfasada de su trayectoria. Mi libro pretende ofrecer referencias políticas, históricas y culturales. El trumpismo no surge de la nada.
Pero el trumpismo también es profundamente diferente en 2024 de lo que era en 2016 y yo quería analizar esa evolución, para mostrar que el segundo mandato no se parecería al primero. El trumpismo desborda hoy ampliamente la figura de Trump; de hecho, ese es uno de los puntos centrales del libro. Trump ha catalizado tendencias políticas que estaban en marcha desde hacía mucho tiempo: el giro identitario, el derechismo del Partido Republicano, el rechazo de las élites. Pero su elección logró dar una coherencia, e incluso una ideología, a todo ello. Porque si Trump asegura el espectáculo para las masas, también hay una teorización ideológica del trumpismo para las élites, para una nueva contraélite precisamente, en torno al movimiento nacional-conservador.
Lo que cambia entre el primer mandato y el segundo es ante todo el grado de preparación en términos de programa y de personal político. Esta preparación comenzó ya en enero de 2021, en torno a antiguos miembros de la primera administración y a los intelectuales nacionalconservadores, que han construido o reclutado organizaciones bien financiadas. La otra evolución proviene de la adhesión de ciertas figuras mayores de Silicon Valley, que se ha reducido en exceso a la figura de Elon Musk.
No me sorprendieron las primeras decisiones, porque había seguido esos preparativos durante los cuatro años de la presidencia de Biden y el esfuerzo de teorización desde 2019. Pero aun así me sorprendieron la velocidad de implementación y la sofisticación de las estrategias legales desplegadas para justificar las medidas que son contrarias a la tradición estadounidense.
Lo que me ha asombrado, todavía más desde el asesinato de Charlie Kirk, en septiembre de 2025, es la complicidad activa de instituciones y empresas privadas en los atentados contra la libertad de expresión. Eso evoca el macartismo de los años cincuenta.
A menudo se ha dicho que Trump era posideológico. Usted afirma, en cambio, que encarna el espíritu de nuestra época. ¿En qué sentido?
El trumpismo prospera en la intersección de varias transformaciones contemporáneas: la transición geopolítica global, la crisis de las democracias liberales, pero también, quizá sobre todo, la entrada en una era mediática íntegramente reconfigurada por las redes sociales. Trump encarna esa mutación: es uno de los primeros en haber comprendido cómo sacar provecho de la lógica viral, de la posverdad, de la desinformación a escala industrial. En ese sentido, encarna el espíritu de la época. Con el trumpismo hay una voluntad de ruptura radical con la modernidad política tal como la hemos conocido desde la Segunda Guerra Mundial.
Vemos resurgir un pensamiento reaccionario estructurado, que se construye en oposición al progresismo, a los derechos civiles, a la globalización e incluso a la democracia liberal. Y ese pensamiento se reivindica a sí mismo como revolucionario: Kevin Roberts, el presidente de la Heritage Foundation, habla de una “segunda revolución estadounidense”. Es una ideología que busca derrocar el orden establecido, encaramando al poder a una nueva “contraélite”.
¿Qué une y qué separa a la coalición que sostiene a Trump?
La coalición trumpista es hoy mucho más amplia que en 2016. Siguen existiendo el “MAGA auténtico”, representado en particular por Steve Bannon, y la importancia de la base evangélica blanca. Esta base sigue siendo muy sensible a las declaraciones racistas e incluso abiertamente fascistas que hemos podido oír en varias ocasiones en esta última campaña. Trump siempre necesita del racismo para ganar las primarias de su partido. También está la adhesión de la tech right, que tiene un programa muy favorable a las nuevas tecnologías, a la inteligencia artificial, pero también a la inmigración selectiva: en eso se opone frontalmente al sector “auténtico”.
La otra fractura importante tiene que ver con la política exterior, y sobre todo con la implicación en Oriente Medio. Hemos visto choques públicos entre varios sectores y figuras políticas del movimiento MAGA cuando Trump bombardeó Irán en junio de 2025, en el momento de la guerra Israel-Irán. Hay una rama muy aislacionista entre los MAGA, mientras que Trump en persona es ante todo un nacionalista, que no dudó durante su primer mandato (como ahora en el segundo) en usar la fuerza militar.
El principal movimiento intelectual de apoyo a Trump, los nacionalconservadores, están divididos sobre la política exterior y son hostiles a la tech right, omnipresente en Washington y que pesa sobre las grandes orientaciones de Trump 2, desde la política tecnológica hasta la IA y la rivalidad con China.
¿Qué es el Claremont Institute? ¿Por qué es importante, y por qué lo son figuras como Yoram Hazony y el movimiento nacional-conservador?
Antes de la adhesión de la fundación Heritage, autora del “Proyecto 2025” que inspira numerosas decisiones de la administración Trump 2, la estructura originaria del trumpismo es muy claramente el Instituto Claremont, un think tank de tamaño modesto que actualmente está en pleno desarrollo. Cuando se lee el Proyecto 2025, ya desde el preámbulo se reconoce la marca del Instituto Claremont.
El Claremont fue creado en 1979 en California, cerca de Los Ángeles. Lo fundaron discípulos disidentes de Leo Strauss, la figura más influyente del movimiento neoconservador. Se agruparon en torno a otro intelectual, Harry Jaffa, que está en el origen del Instituto. La obsesión del Claremont consiste en volver al espíritu de los padres fundadores; en eso tienen un lado “fundamentalista”. Consideran que el sistema de gobernanza estadounidense fue ejemplar hasta la presidencia de Woodrow Wilson, marcada en particular por una política exterior intervencionista, pero también por el inicio de la expansión del aparato de seguridad nacional y de la burocracia, con la creación de nuevas agencias por el Congreso.
En la estela de Leo Strauss, su pensamiento se apoya en la idea de que toda burocracia, con el tiempo, se vuelve antidemocrática. Por tanto, a veces sería necesario, especialmente en tiempos de crisis, tener un líder fuerte, que represente la verdadera legitimidad del pueblo. Desde ese punto de vista, los pensadores del Claremont denuncian el “administrative state” (el Estado administrativo), sinónimo del “deep state”, que es el blanco de Trump y del movimiento MAGA.
El movimiento nacionalconservador, o NatCon, está vinculado a Trump desde el principio, puesto que su razón de ser es teorizar la transformación del Partido Republicano a manos de Trump, que aporta al partido una nueva concepción de la victoria electoral. El Instituto Claremont, motor intelectual de los NatCons, fue celebrado por Trump desde su primer mandato. En 2019, Trump otorga a Ryan Williams, su presidente, la National Humanities Medal, que honra la contribución a la cultura nacional y a la comprensión de las humanidades.
Yoram Hazony es un intelectual israeloestadounidense muy influyente en los medios conservadores estadounidenses. Ha sido la pieza clave de la constitución del movimiento nacionalconservador. Fue quien acudió a buscar a las diferentes personalidades y las distintas instituciones que lo constituyen: Peter Thiel, el Instituto Claremont y otras fundaciones conservadoras, con el fin de construir una o red y elaborar un corpus ideológico.
El movimiento nacionalconservador ha construido una gran parte del programa y de los cuadros de la administración Trump 2: eso es lo que también he querido mostrar en mi libro. Desde 2019, he seguido este movimiento, he participado en sus conferencias y en sus reuniones, y he conversado con sus miembros. Ya a finales de 2016, cierto número de intelectuales conservadores, reunidos por Yoram Hazony, constataron que Donald Trump había redefinido el sustrato del partido y emprendieron la tarea de teorizar ese cambio. El nacionalconservadurismo redefine el Partido Republicano tomando el contrapié de los pilares que lo definían desde la presidencia de Ronald Reagan, a saber, el libre comercio, una política exterior intervencionista y una apertura a la inmigración. Propone en su lugar una nueva trilogía fiel a las intuiciones de Trump: proteccionismo, nacionalismo y cierre a la inmigración, incluyendo deportaciones masivas.
Cuando Trump pierde las elecciones en 2020, miembros de su administración crean nuevos centros de reflexión para preparar su regreso y, por tanto, un programa. A medida que avanza, ese movimiento nacionalconservador va agregando todos los componentes de esta galaxia: los intelectuales, los centros de reflexión, los nuevos think tanks, y hasta la Fundación Heritage, que es realmente el peso pesado. Desde los años setenta, esta organización prepara, para cada nueva administración republicana, un programa y una lista de medidas. El último es el “Proyecto 2025”, un documento de más de 900 páginas, que inspira el programa de la administración en numerosos ámbitos. Varios de los autores de ese informe ocupan hoy puestos clave en el seno de la administración Trump 2.
¿Cuál es el papel de la tech right? ¿Se trata de verdaderos dirigentes o más bien de seguidores interesados, deseosos de combatir la regulación?
En 2024, una nueva coalición, más amplia, apoya al candidato Trump. Junto a la “rama Maga”, es decir, la de Steve Bannon y los nacionalconservadores, está la tech right, que consagra la adhesión de cierto número de multimillonarios e inversores de Silicon Valley.
Varios elementos han desempeñado un papel, que explica sus motivaciones, que pueden ser ideológicas o puramente oportunistas, a veces ambas. Primero, las consecuencias del año 2020, marcado no solo por la pandemia, sino también en Estados Unidos por el movimiento Black Lives Matter, las manifestaciones más grandes de la historia del país, que marca el apogeo de ciertas ideas progresistas e inspira el programa de Joe Biden. También está el hecho de que, durante su mandato, Biden implementó una política antimonopolio que no se veía en Estados Unidos desde hacía más de un siglo. En particular, se enfrentó a los gigantes de la tecnología. No todos los proyectos llegaron a buen término; los demócratas habrían necesitado un segundo mandato, pero esa voluntad de regulación marcó a los jefes de Silicon Valley.
Luego hubo adhesiones puramente oportunistas, por temor a la ira de Trump, por ejemplo, en el caso de Mark Zuckerberg, a quien Trump había amenazado con enviar a prisión. Más ampliamente, muchos de esos grandes dirigentes de la tecnología ven todo el interés de asociarse con la Casa Blanca para hacer avanzar sus objetivos, ya sea la prioridad a la IA o la presión contra las regulaciones europeas dirigidas a sus actividades y, por ende, a sus beneficios.
Se dice que parte de este fenómeno obedece al voto del resentimiento: personas que se sentían excluidas o amenazadas. Entre los aspectos llamativos, está la mejora de sus resultados entre los electores no blancos. Y una pregunta que muchos se hacen: si la economía se deteriora, ¿no serán esos electores pobres los más afectados? ¿Castigarían a Trump?
Trump ganó efectivamente el voto popular ampliando su base electoral, muy en particular entre los electores latinos y los hombres jóvenes. El equipo de campaña de Trump en 2023-2024, el más profesional de sus tres campañas, apuntó a los hombres jóvenes, blancos o no, para ampliar su electorado, yendo a buscarlos allí donde obtienen su información, en los pódcast, en TikTok y otras redes sociales, y apostando por las guerras culturales. Ha sido un éxito, puesto que Trump obtuvo la mayoría de los hombres de 18 a 29 años. Hemos visto emerger un “virilismo” como objeto cultural, sobre todo en los pódcast masculinistas, cuyos presentadores desempeñaron un papel central en la reelección de Trump en 2024. Esos presentadores, Joe Rogan, por ejemplo, son las primeras personas a las que dio las gracias la noche de su victoria.
Pero muchos electores, en particular latinos, votaron ante todo por consideraciones económicas, convencidos por la imagen de “self-made man exitoso” de Trump: una doble mentira, puesto que heredó millones de su padre y ha conocido numerosas quiebras en sus negocios. Las debilidades de la campaña demócrata desempeñaron evidentemente un papel también. El mandato de Biden también estuvo marcado por la inflación más elevada en cuatro décadas.
Hoy vemos mucha insatisfacción en las encuestas de opinión, y la popularidad de Trump es “solo” del 40% (cifra que haría soñar a muchos dirigentes europeos). La inflación sigue presente, y los electores insatisfechos se quejan del precio de los productos básicos. Es claro que eso podría llevarles a castigar, o a no votar por los republicanos en las próximas elecciones de medio término en noviembre de 2026.
Un elemento importante es la crítica del liberalismo. Para usted, se trata de un ataque en varios frentes: contra el liberalismo como idea progresista (en el sentido estadounidense del término), contra el liberalismo económico de la desregulación y de la globalización, contra el liberalismo en política internacional y contra las propias reglas de la democracia liberal. ¿Encuentra usted esa desconfianza también en ciertos movimientos de izquierda? ¿Comparten ese horizonte, digamos, posliberal?
Sí, creo que la tentación iliberal, o posliberal, también está presente en ciertos movimientos de izquierda, no contra las ideas progresistas, pero sí en los otros tres puntos, incluida la que va contra las reglas de la democracia liberal. En Francia, por ejemplo, tenemos otros líderes, a la derecha pero también a la izquierda, que impugnan decisiones de la justicia que no les gustan, que atacan al periodismo, o incluso que ponen en duda el resultado de las elecciones.
Lo más preocupante es sin duda el rechazo de la pericia científica y la impugnación de los hechos. Si no hay acuerdo sobre los hechos, no puede haber debate ni democracia. El otro reto mayor es la posibilidad de tener un debate iluminado, por tanto una prensa libre e independiente, que suscriba a los criterios del periodismo, verificación de los hechos y contraste de fuentes. El ejemplo estadounidense es el que no hay que seguir, pero ya observamos su influencia y exportación en Europa.
También se presenta como una protesta contra la realidad: los relatos cuentan más que los hechos. Al mismo tiempo, esa interpretación ha sido criticada. El establishment tendría su parte de responsabilidad: los medios cuando mienten, la filosofía con el relativismo. Y algunos (usted incluida) dicen que atribuir la victoria de Trump al auge de las teorías de la conspiración y de las fake news es una explicación demasiado simple y demasiado indulgente. ¿Qué piensa usted?
Efectivamente, no es más que una parte de la explicación. Los demócratas también han cometido muchos errores, empezando por presentar a un Joe Biden demasiado mayor y visiblemente debilitado. Los medios estadounidenses han sido muy seguidistas, ya sea en 2003 en el momento de la invasión de Irak, o en 2020 en el momento del Covid.
Con todo, la impugnación de la realidad sigue siendo para mí un elemento central del trumpismo, esa idea de que los hechos ya no cuentan, que solo importa el relato (la “narrativa”). Es el ADN del trumpismo y de toda la carrera de Trump. Desde su primer libro, The art of the deal, en 1987, afirma que lo que cuenta no es la realidad, sino la narración que se hace de ella. Es lo que aplica en todos los ámbitos: inmigración, economía, política exterior. Y funciona, porque el público ha perdido la confianza en las instituciones tradicionales, los medios, la pericia. Trump ocupa ese vacío con un relato simple, emocional, viral y muy a menudo falso.
El trumpismo encarna tanto un poder narrativo como político. Una presidencia convertida en un programa permanente de telerrealidad, donde el conflicto, el suspense, el choque sustituyen a la acción pública con una eficacia formidable. La opinión sigue la historia que se le cuenta, no necesariamente lo que sucede realmente. Y eso es una ruptura profunda. Modifica la manera de hacer política, y las democracias tienen dificultades para responder.
Es uno de los grandes desafíos actuales. El trumpismo funciona como un relato movilizador, y nuestras democracias tienen cada vez más dificultades para proponer otro. Los hechos por sí solos ya no bastan; también hay que contar una visión del mundo. Ahora bien, desde el fin de los grandes relatos ideológicos y el declive de la religión en las sociedades occidentales, ese espacio se ha convertido en un vacío que otros, como el trumpismo, han sabido ocupar.
Es también una de las razones del fracaso, hasta ahora, de los demócratas estadounidenses, que siguen teniendo dificultades para analizar con precisión el fenómeno Trump. Hay un conflicto interno entre centristas e izquierda progresista: unos culpan a las guerras culturales, otros reprochan al centro haberse aliado con el neoliberalismo. De ahí que no se desprenda ninguna línea clara, ningún relato federador, mientras que el trumpismo ha logrado proponer una síntesis de los dos grandes “relatos” contemporáneos, el “choque de civilizaciones” y el conspiracionismo antisistema.
¿A qué se debe el odio del gobierno y de sus defensores hacia la Unión Europea? ¿En qué medida puede eso afectar a los europeos y qué deberían hacer?
La Unión Europea es detestada. Primero, porque está en las antípodas de la visión nacional-populista del trumpismo. Luego, porque la UE es una potencia comercial importante, y es más fácil maltratar al Reino Unido en una negociación a dos que tener enfrente a un bloque poderoso que juega comercialmente de igual a igual con Estados Unidos. Por último, porque la UE es una potencia regulatoria que perturba los intereses de los gigantes de la tecnología ahora estrechamente asociados a la Casa Blanca. Más ampliamente, la UE representa también para los trumpistas el viejo mundo “liberal” aborrecido, una especie de extensión de los demócratas estadounidenses.
Pero Europa representa también para la nueva derecha estadounidense la cuna de esa civilización occidental que pretende defender. Hay, pues, una ambivalencia, porque Europa ocupa un lugar central en el imaginario y el relato occidentalista de esta extrema derecha en expansión. La UE se ha convertido en el símbolo de esa “élite globalista” y de sus valores (que ellos detestan). Esa visión converge con la de Putin y Xi Jinping, que desean debilitar a la UE, por su atractivo democrático y su poder comercial. Trump prefiere evidentemente tratar con dirigentes próximos a sus ideas. Como Elon Musk, como Steve Bannon, Trump estaría encantado de que otros países europeos siguieran el ejemplo del Reino Unido y el Brexit. Todos los actores del trumpismo, incluidos los influencers MAGA, aprovechan cada ocasión para amplificar la voz de los partidos políticos más críticos con Bruselas, la mayoría de las veces los partidos de extrema derecha europeos.
En el imaginario trumpista, los países europeos son países débiles con economías escleróticas, cuyos líderes son a menudo “socialistas” o, peor, “wokistas”, debilidades que desprecian y que ven como consecuencia de los excesos del “liberalismo”, que les habrían hecho perder la identidad nacional y la religión; y países “de fronteras abiertas” que van a “disolver a su pueblo” en un globalismo multicultural asociado a los demócratas estadounidenses. El derrumbe de la UE sería una prueba de la validez de la visión trumpista.
Los europeos deben tener bien presente esa visión trumpista y defender sus valores, su soberanía y sus leyes, contra los asaltos directos de Washington. Su problema es haber descuidado durante demasiado tiempo su defensa para subcontratarla a Estados Unidos. Esta dependencia estratégica se ve hoy duplicada por una dependencia digital de los gigantes tecnológicos estadounidenses. Ahora bien, esas dependencias son utilizadas por la administración Trump para chantajear a los dirigentes europeos: lo vimos en mayo en un texto emanado de un funcionario del Departamento de Estado, Steve Samson: una demanda de adhesión al trumpismo a cambio del mantenimiento de la garantía de seguridad. Lo vemos también en las negociaciones comerciales que Trump reabre sin cesar.
En otro plano, los europeos, y en particular la izquierda europea, no deben dejar que esa nueva derecha radical estadounidense defina los grandes principios democráticos. Ya están en proceso de redefinir principios fundamentales de la política estadounidense, empezando por la “libertad de expresión”. El principio está garantizado por la Primera Enmienda, pero su acepción ha variado a lo largo de la historia estadounidense, y ha sido objeto de batallas políticas y jurídicas. El propio Tribunal Supremo reescribe permanentemente su propia jurisprudencia. Es evidentemente su derecho, pero no hay ninguna razón para dejarse imponer la reescritura profundamente politizada en curso en Estados Unidos.
Se habla de fascismo, de los años treinta, de macartismo, de guerra civil. ¿Le parece convincente alguna de esas analogías? ¿Qué capacidad cree que tendrán las instituciones estadounidenses para resistir?
A menudo he considerado que calificar el trumpismo de fascismo tendía a cerrar la discusión. Puede impedir ir más lejos en el análisis y en las especificidades del fenómeno. Dicho esto, está claro que Donald Trump siempre ha necesitado del racismo para ganar en 2016 y en 2024 las primarias republicanas. Cuando afirma que “los inmigrantes envenenan la sangre del país”, es evidentemente una retórica fascista, que podemos encontrar en Mein Kampf de Hitler.
En cuanto a la guerra civil, me parecía hasta ahora que la violencia política en Estados Unidos adoptaba otras formas, próximas a ciertos actos terroristas. Pero la aceleración de los despliegues militares en el territorio nacional desde el asesinato de Kirk es inquietante, en particular cuando Trump envía la Guardia Nacional de un estado republicano como Texas a otro estado cuyo gobernador es demócrata. Los choques que se multiplican, como en Chicago, son preocupantes, como lo es el aumento de la violencia política en un país armado hasta los dientes.
La analogía que me parece más pertinente, por ahora al menos, es la del macartismo, sobre todo de nuevo desde la muerte de Kirk, con la insistencia de Trump y de sus colaboradores más cercanos en los “enemigos interiores”, una retórica extremadamente peligrosa. Esa retórica, y la oleada de delaciones y despidos que le siguió en Estados Unidos contra periodistas y cientos de ciudadanos ordinarios, es un eco directo de la cruzada del senador Joe McCarthy contra los “comunistas” a principios de los años cincuenta, utilizando el brazo armado del FBI de Edgar Hoover y las audiencias del Comité de Actividades Antiestadounidenses del Congreso. Miles de personas perdieron su empleo, cientos fueron encarceladas, algunos se marcharon del país porque ya no podían trabajar (el más conocido, Charlie Chaplin). Esa oleada de represión política solo fue frenada cuando McCarthy arremetió contra el ejército, y hubo que recurrir a la intervención del propio presidente, el general Eisenhower. Pues bien, hoy el ocupante de la Casa Blanca es el primero en haber designado a sus adversarios políticos como enemigos. Es evidentemente inquietante.
La cuestión de la resistencia de las instituciones es central. Mucho se dirimirá en el Tribunal Supremo, que por ahora no ha mostrado mucha resistencia frente a los asaltos trumpistas contra los otros poderes y contra la Constitución. Se esperan numerosas decisiones cruciales durante la sesión que acaba de abrirse; el tiempo de la justicia es más largo.
La otra institución crucial es el Congreso, y las midterms de 2026 serán determinantes. La inquietud de Trump y de su clan muestra que el país sigue siendo una democracia, donde las elecciones cuentan. Pero las múltiples iniciativas en curso para redibujar las circunscripciones y manipular el recuento de votos, que según la Constitución es un derecho de los estados, figuran entre las evoluciones más preocupantes, junto con los ataques contra los medios. Es la ilustración de lo que el trumpismo y los nacionalconservadores intentan hacer: transformar Estados Unidos en una democracia “iliberal” según el modelo de Viktor Orbán, atacando a las universidades, a los medios y a las elecciones, y utilizando la justicia para intimidar a sus adversarios políticos.

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